La guerra de las flores
José se puso a leer el periódico; pero pese a la gran noticia del día, que el Real Madrid, había vuelto a ganar la liga española,al poco prevaleció la
fatiga y le venció el sopor, tan oportuno para los ensueños e incoherencias de
la imaginación, quedando profundamente dormido…
—¿A dónde nos dirigimos ahora Juan?
—A controlar a las margaritas
y amapolas José, pues éstas, están tocando sus tambores de guerra
para enfrentarse contra las ortigas,
alegando que les están invadiendo sus territorios ancestrales. De modo que si no somos capaces de apaciguar sus ánimos,
pronto se desatará una batalla campal, entre las flores adventicias, y las
malas hierbas. De modo que si eso ocurriese, al final, no quedará en los prados
ni una flor con un sólo pétalo con vida. ¡Pues menuda mala leche tienen las ortigas
cuando las importunas!
—¡Qué si la tienen…! Según dicen sus pelos urticantes
descienden de los negros aguijones de las avispas y escorpiones, que en sus
alrededores moran—aclaró Juan.
—Pero qué sepas, — añadió Juan, —que de todo esto, según me
dijo el otro día un diente de león, que
quienes tienen la culpa son los girasoles, por negarse a mirar al sol.
Se creen tan altos, tan guapos y tan fuertes, que se creen ser autosuficientes, y claro, el sol vengativo, se ha negado a proyectar sus dorados rayos en la pradera. De ahí la proliferación inusual de plantas que generalmente medraban al amparo y refugio de los rincones umbríos.
Se creen tan altos, tan guapos y tan fuertes, que se creen ser autosuficientes, y claro, el sol vengativo, se ha negado a proyectar sus dorados rayos en la pradera. De ahí la proliferación inusual de plantas que generalmente medraban al amparo y refugio de los rincones umbríos.
__Es que yo encima produzco pipas, —dicen los engreídos
girasoles, por lo cual les parece ser flores superiores—me argumentó el diente de león.
—Entonces Juan, ¿no crees que lo mejor sería el ir a hablar
con sus líderes, para intentar convencerles de que al menos por un tiempo se
traguen su orgullo? Es que si no hacen más
que escupir al cielo, mucho me temo que, al final, acabarán por recibir en sus
cabezas, los espumajos que antes sacaron por la boca.
—Mira Juan, — indicó José. — Allá en la ladera del poniente
precisamente hay un campo tapizado de
ellos.
—Arrea al caballo José, hay que darnos prisa antes de que el
sol llegue a su hora crepuscular.
—¿Cuál de ellos será el jefe Juan?
—Por su porte, yo diría José que es el que está situado en la zona central. Aquel
alto y rubio que le saca la cabeza a los demás en señal de dominación.
—¡Abran paso…! ¡Abran paso!—decía Juan. Mientras un batallón de lánguidos girasoles
miraban para abajo, como si su cabeza, tuviesen tortícolis, y el dolor les impidiera erguirla nuevamente.
Al llegar a un altozano, allí se encontraba el que supusieron
sería el jefe, el cual, se les quedó mirando con la cabeza un tanto
ladeada, como si le molestara recibir
los oblicuos y azafranados rayos del crepúsculo, y un tanto dubitativo preguntó:
— ¿Quiénes son ustedes señores?, ¿Qué vienen a hacer aquí,
cuando ya todos nos estábamos preparando para abrazar al sueño conciliador?
—Buenas tardes tenga usted hermosa flor— dijo Juan —. Somos
los emisarios de la praderas, y venimos para informarle de las quejas que hemos
recibido por parte de ustedes los girasoles.
—¿Qué quejas han recibido de nosotros?, dado que sepamos, no hacemos nada adrede que pueda
perjudicar a nadie.
—Pues que debido a la actitud que ustedes están demostrando
últimamente, incluso están equivocando a las estaciones. Y ahora le recuerdo
que estamos en primavera, la estación sagrada por excelencia, la de la alegría,
la de la juventud, la de la belleza, la del amor, la de los días radiantes y
húmedos y cuyos amaneceres deberían suponer la aparición de las perlas en el
rocío de las flores. Pero en cuenta de todo eso, ahora no encontramos más
que flores en pie de guerra, tristeza,
hambre, desolación… —Dijo Juan.
—¿Y qué tenemos nosotros que ver en todo ello?
—Pues que últimamente, ustedes se creen dioses, y se niegan a
acepar a los benéficos rayos del sol; por eso se ha enfadado, y ahora
va durante el día custodiado por un
manto de tinieblas y oscuridad,
por tanto todo es tristeza, y ya se sabe, que la tristeza acaba siempre por sumergirse en los profundos abismos donde
reina la inquietud— Añadió José.
— Me parece que a ustedes les han informado mal, pues la
verdadera causa, no es que nosotros no queramos mirar al sol, que sí queremos.
Sino que la culpa de que el sol no quiera beneficiarnos con sus rayos es porque
desde hace décadas, los humanos están absorbiendo
a la naturaleza con las enormes fauces
de su apetito voraz. Están talando las últimas junglas, y quemando toda materia
fósil que a través de millones de años se encargó la naturaleza de ocultar. Y mientras los científicos, se
devanan la mente investigando a ver si puede existir vida en otros planetas en
un cosmos infinito, se olvidan o menos precian
lo que aquí tienen. Pero lo fácil es echar la culpa a otros, despojándose de
toda responsabilidad.
Entonces, — preguntó José. — ¿a dónde deberíamos dirigirnos
para que estos conflictos entre especies lleguen a un final feliz?
—No es a una persona concreta a quien debéis pedir cuentas,
sino a la conciencia del todo el conjunto. Luego la batalla deberéis librarla
con sus conciencias.
—Oye Juan, ¿sabes tú
qué es la conciencia? Porque sin verle la cara a nuestro enemigo, creo
que será muy difícil poderlo vencer.
—Yo diría que la
conciencia debe de estar ligada con la religión que se profesa—dijo Juan.
— ¡Pero religiones en el mundo hay la tira…! — exclamó José. —Además, aunque muchos menos,
también estamos los que no procesamos ninguna de ellas, y por lo que dice el
líder de los girasoles, algo de culpa también tendremos, aunque sea sin
conciencia.
—Creo José, que la
conciencia no se puede medir ni pesar,
debe ser algo que llevamos en lo más profundo del alma, y a
veces aflora haciendo el bien, y otras, aunque sin pretenderlo, obrando el mal.
— ¡Buah...!, suspiró José—.
Pues si la conciencia no se puede medir
ni pesar, mucho me temo mi buen amigo Juan,
que vamos a ir cerrando el círculo, y al final, llegaremos a la conclusión de que todas las calamidades que acontecen en el
mundo son por culpa de las flores.
—Bueno, al menos ya sabemos José quien es el culpable, la
conciencia, por tanto, vamos a darnos una vuelta por la pradera, y a aquellas
flores que estén más tristes, les diremos para consolarlas, que ya hemos
localizado al culpable, que no es otro que la conciencia.
—Venga, marchemos hacia la pradera José.
Poco antes de llegar a la pradera, tanto José como Juan, quedaron boquiabiertos al comprobar que un
millar de amapolas de pétalos escarlatas estaban cantando una canción. Primero,
pensaron que se trataba de una de esas
canciones previas al combate; pero al llegar, más bien les pareció una canción
convertida en oración…”
“Con fuerza arrolladora los vientos
surgirán,
las tenebrosas nubes los cielos cubrirán,
y de su oscuro manto torrentes caerán
convirtiendo la tierra en otro mar.
Y luego, más tarde, la esponja del sol
secará los valles con su resplandor,
brotarán las flores con vivo fulgor
y entonces la tierra, tendrá otro color.
Estamos esperando, estamos esperando,
a
dos hombres que vendrán galopando.
El viento pasa, las sombras quedan,
Las flores
nacen para morir
más sus cenizas no son de plata
y sólo crecen para sufrir.
Todo corre veloz, el tiempo vuela.
¿Dónde estarán los hombres con ilusión?
¿Dónde sus pasos lentos, donde estarán sus
huellas?
¿En dónde sus consejos, en donde su valor?
Sembradas tienen trampas por los caminos,
alambradas de espinos, hoyos de traición.
Pero vendrán con prisa a ofrecer sus
bondades,
a darnos la alegría que el viento arrebató.
Detrás de las montañas nuevos valles
surgirán.
detrás de los desastres habrá paz,
y llenas
de alegría sabremos complacer
a esos hombres que sólo hacen el bien.
Estamos esperando, estamos esperando,
a
dos hombres que vendrán… galopando…
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