El cielo de
aquella noche permanecía iluminado por el centelleo brillante de las estrellas.
Y una ligera brisa de poniente refrescaba el ambiente. A esas horas, eran pocos
los transeúntes que se veían pulular por las calles, pavimentadas estas con
lonchas de piedra. Y sin duda, los pocos que se veían, iban seguramente a
recogerse en sus hogares.
Aquellas gentes por lo visto eran de costumbres fijas,
y de no ser por alguna excepcionalidad señalada en rojo en su calendario, como
alguna fiesta patronal, procuraban no cometer excesos recortando las horas del
apacible descanso.
Sin embargo,
en aquel ambiente donde se respiraba un silencio tétrico y una calma densa, David y Lorena, cogidos de
la mano con la naturalidad que ofrece la
confianza de esas parejas de enamorados que llevan saliendo cierto tiempo, no
les importaba aquella soledad, solamente acompañados por los ecos producidos
por los tacones de sus propios zapatos en la acera de enfrente.
Tranquilamente, paseando por un laberinto de calles estrechas y sinuosas de las que creía David, que no habrían de llevarles a ninguna parte, llegaron hasta una plaza situada enfrente de una iglesia de estilo gótico románico. Las saetas del reloj de su torre, no mostraban prisa.
Era como si un siglo antes, se hubiese dispuesto todo para un baile, al que no habían acudido más que siniestras sombras.
Tranquilamente, paseando por un laberinto de calles estrechas y sinuosas de las que creía David, que no habrían de llevarles a ninguna parte, llegaron hasta una plaza situada enfrente de una iglesia de estilo gótico románico. Las saetas del reloj de su torre, no mostraban prisa.
Era como si un siglo antes, se hubiese dispuesto todo para un baile, al que no habían acudido más que siniestras sombras.
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