Un
látigo invisible atormenta mis alas. Rebeliones fecundas, cómplices ciegas de
dolor y sangre.
Rugen
mis deseos insatisfechos por la llama del exilio etéreo. Poderosas frentes salpicadas
de suspiros nuevos escalan la montaña donde terribles gemidos estallan en aduladores
torbellinos.
Recatado
sortilegio donde los ocasos de un
remordimiento se despereza en vano, quizá purificado por una lágrima
azul que jamás perdonó el dulce tañido de una lira.
Mi
corazón está solitario, bajo la sombra de un cielo boquiabierto que me absorbe
con su mirada tenaz.
De
pie, traicionado por la siesta astral, colosos Titanes se retuercen como olas
de nácar, transponiendo el problema a los espacios bañados por un mar de oro.
Una
niebla errante gira sobre un delgado eje ensamblado a un arco de triunfo cuyo
espíritu no tiene rival. Allí, en la íntima pasarela, al borde de un abismo que
se precipita, permanece lúgubre el lívido resplandor de mi nebulosa de terciopelo.
Esta
tímida confesión hecha en voz baja se estremece ante un sueño mortal.
Sirio,
es más hermoso cuanto más negro es el manto de la noche, elevando su éxtasis
cuando logran germinar los átomos siderales su poema en el extinguido fuego de
mi corazón.
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