Mirando a la Eternidad
Dentro de la habitación me pareció oír algún
ruido en la habitación contigua. ¿Quién sería? Miré a través del ojo de la
cerradura y cual no sería mi asombro al
ver a Isabel. Estaba encendida la lámpara de su mesilla y en esos momentos empezó
a cepillarse sus dorados cabellos. La habitación de Isabel era de ensueño, un
cuarto verdaderamente espiritual, en cuya atmósfera gravitaba un éter azul y
oro.
Mi alma quedó
bañada por su tibieza, aromatizada con el perfume del deseo. Los muebles ante
su presencia parecían soñar. Las cortinas de blonda y las paredes parecían
poseer una vida sonámbula; las flores del búcaro poseían el lenguaje de los
ocasos del sol, con un aroma infinitesimal; un invernadero donde mi espíritu
soñoliento se sentía mecido a cada paso del cepillo por su sedosa cabellera.
Sus ojos como
sutiles luceros devoraban mi mirada imprudente y temeraria a la vez. Me sentí
dichoso y saboreé aquel instante de éxtasis solemnemente acentuados segundo a
segundo, deslumbrándome la eternidad de sus delicias, que parecían susurrar al
oído “soy la vida”
¡Qué noche! Me
sentía a los pies de esa Venus colosal y sentía penetrar en mi corazón su
belleza inmortal.
Isabel era el
hontanar de la pura belleza. La que con sus torrentes de encanto desbordaba mi
henchido corazón y mi ser; A quien ella se le aparezca estoy seguro que quedará
deslumbrado y aquel que sea capaz de conquistarla será sobradamente feliz, me
decía para sí.
Isabel, empezó a
desnudarse, pero tan lentamente delante del espejo que parecía estuviese
haciéndolo adrede, y si antes su dulce rostro cuyo mágico reflejo desveló en mí
tal arrobamiento; sólo era la punta de un iceberg asomando en el mar de las
pasiones, su cuerpo desnudo era ya la cumbre del Empíreo cielo, un cielo
separado de mí por tan sólo una puerta tallada de nogal, cancelada,
impidiéndomelo alcanzar.
La sola idea de
llegar hasta ella daba vértigo; todo en ella era arte y simetría, y su puente
de Venus era el blasón de oro donde retozaba su juventud, y sin duda el más
hermoso que mortal alguno pudiera desear.
Las elegantes
proporciones de sus miembros eran ensueños de amor donados por alguna ninfa. En
ella se reconocían todos los hechizos que la belleza ideal prestó a su alma
extasiada. Verdaderamente su concepción era sobrehumana y aún respiraba el
fuego que presidió a su formación.
Sin duda Isabel,
había sobrepasado ya la edad en que toda mujer adquiere una nueva existencia,
ante la cual, la necesidad de amar se convierte en parte indispensable del ser,
dado que el amor continua su desarrollo sordo y continuo sin que este se
detenga hasta la tumba, y con más motivo en las naturalezas divinamente privilegiadas.
Me acababa de
brotar la candorosa flor del amor, con su casto velo, delicia sana que se
presenta en la más delicada armonía masculina. Pero por más deseos que tuviera
de atizar aquel fuego de pasión encubierto, mi amor naciente me prescribía
guardar la mayor prudencia.
Ciertos
pensamientos gravados en la frente, a veces resaltan a los ojos de los demás.
Su sola presencia había despertado en mí las inclinaciones naturales e
instintivas del hombre, desarrollándose más vivamente cuanto que habiendo
llegado a los veinticuatro años me hallaba en plenitud de inteligencia, como a
la vez en la cumbre de los deseos de la carne.
Estaba sintiendo
los efectos de mi profundo pudor, oía la voz de la conciencia la cual me hacía
creer, con o sin razón que en todo tiene que haber una primera vez.
Si en ese preciso
momento algún inoportuno hubiese venido a molestarme mientras mis ojos reposaban
en su beldad suprema, para decirme “Qué miras ahí con tanto detenimiento”
Respondería sin dudarlo: “Estoy mirando La Eternidad ”
Aquella celestial
imagen era la más perfecta que podía poseer una mujer; su cuerpo desnudo era el
conjunto de las maravillas de los cielos, y yo estaba allí saciando la vista de
tan admirable tesoro.
Por primera vez en
la vida me parecía el mundo sólido, deseable, imperecedero, cuando el soplo de vida
se extinga en mí, seré dichoso si consigo antes el premio de su adorable amor.
Cuando Isabel
apagó la luz de la mesilla, pude respirar un aire mezclado con la mirurgia de
su perfume, y su imagen se grabó de tal forma en mis retinas, que aún cerrando
los ojos parecía la tuviese en ellas como una filmina, que ni podía ni quería
que se esfumase.
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