Un día, un mal día, el último y cruelmente más
largo del otoño, Manuel, sufrió
un accidente con su automóvil. Un viejo
tren de mercancías arrolló su vehículo en un paso a nivel sin barreras. Algunos
testigos presenciales aseguraron que Manuel, conducido por el camino
tórrido que penetra en el más allá, se detuvo allí aposta, demostrando su
valentía; Pero el tren, blandió su guadaña letal y éste perdió el sagrado tesoro de la vida en el acto.
La muerte es una desgracia prevista, en tanto
que la vida es un mar de penas infinitas, como si el infinito fuese el secreto
de las grandes melancolías de esta vida oscura, efímera dicha, solamente
amortiguada por algunas ardientes
pasiones que rigen el orden social, junto con alguna falsa filantropía.
La ridícula entereza llamada
resignación, por lo visto anidaba en el espíritu de Manuel. Como la entereza de
un tonto que se deja abofetear sin mediar palabra. Mucho se habló durante aquel
día y algunos posteriores de aquel trágico accidente, al que
para algunos, inclusive para la propia policía, se trató de un suicidio
premeditado.
Cosa inusitada en un país como el nuestro, de relámpagos de azufre, con una raza que tiene cuchillos que, arden sobre la lentitud invasora de una sonrisa de terciopelo.
Cosa inusitada en un país como el nuestro, de relámpagos de azufre, con una raza que tiene cuchillos que, arden sobre la lentitud invasora de una sonrisa de terciopelo.
Parecía mentira que un hombre encantador, con
unos ojos tan alegres y prometedores, de tanta felicidad e influencia, la cual
dejaba entrever el poder absoluto, quisiera poner en ridículo a la soberana
muerte, a fuerza de emponzoñar su sonrisa
¡Qué ironía!
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