miércoles, 20 de marzo de 2019

Horrible tempestad





 
Horrible tempestad


En las islas de los alrededores, el sol brillaba en un cielo sin nubes. Los vientos monzónicos eran apenas un murmullo y el mar  de la China Meridional, resplandeciente. Era de un transparente color verde azulado. Halos de calor se acumulaban en el horizonte y el tiempo prometía prolongar su perfección todo el día. Pero aquella relativa calma era más temida por los marineros que un incendio provocado a bordo, dado que el fuego, es la pesadilla de todo marino experto.  El señor Sylvester  oteando el cielo parecía demasiado inquieto, entre excitado y preocupado, quizá perdido en el deslumbrante laberinto de la mística marina. El marinero Makú, también tenía la mirada extraviada en el horizonte observando que por algún extraño fenómeno habían desaparecido los delfines, los alcatraces, albatros, cormoranes, gaviotas y demás aves marinas tan abundantes en aquellos Lares, habían abandonado el cielo para refugiarse al abrigo de las rocas de las islas cercanas. Hasta Tucán  con el penacho de sus plumas erizadas había dejado de guasearse del grumete Freddy, y había bajado de su cómoda maroma  para ampararse en el posadero seguro del hombro de Makú. Incluso el timonel Duncan, que raras veces demostraba una emoción, ante aquella situación su expresión revelaba una excitación reprimida. La superficie del mar era vidriosa; pero se estaba levantando un ligero viento tan cálido que era casi sofocante y las crestas blancas de las olas empezaban a tomar vida.  Pesadas nubes negras empezaron a asomar por el  sureste. El capitán Richard, desde el puente de control también advirtió dichos fenómenos, había visto ya muchas tempestades y sabía que ninguna era igual que la otra. El mar es peligroso; pero sabía que arribar a una isla cercana podría ser peor, pues las masas terrestres atraen tanto a los huracanes como a las tempestades, y podría hacer encallar a su clíper en un banco de arena,  o estrellar el barco contra  algún peñasco de los que sobresalen en los arrecifes coralinos, dado el escaso margen de movimientos a que se podía ver sometido.
 
Un velero es como un reloj muy complicado. Todas las ruedas deben de estar sincronizadas y girar a la velocidad exacta. Todos los engranajes deben encajar perfectamente. Por eso,  cuando el contramaestre llegó corriendo  a la cabina de mando donde se encontraba  el capitán Richard , ojeando un gran mapa del mar de la China Meridional le expuso:
-Señor Richard, la gran barrera de nubes está tomando impulso.
-¿Podemos conocer la dirección que lleva?
El contramaestre señaló las marcas que había hecho en el mapa, para después decirle al capitán Richard: ¡Esta depresión viene derecha hacia el Estrecho de Sonda!
-Eso parece señor Brown.
-¿Qué es lo peor que podría pasarnos señor Richard?
-Podríamos vernos en una tormenta tremenda, pero no he visto a  ninguna tormenta que este clíper no pueda vencer, y no puedo imaginarme a una tan tremenda; pero de momento no hay ni tan siquiera  tiempo para cambiar de planes. Aunque debemos prepararnos para lo peor, ya que se nos aproxima la tempestad.
El capitán por una extraña combinación de experiencia e instinto se dio media vuelta,  muy blanco y salió casi corriendo de la cabina.
-¡A trabajar marinos! ¡Amarrad fuerte todo lo que se mueva!. Sobre todo las cajas de las bodegas para que no se produzca un descorrimiento de la carga  y si llegase a producirse una tempestad aseguraros vosotros también por la cintura.
El viento era más pronunciado cuando subió al puente. El mar verde profundo por debajo del gris se estaba poniendo realmente feo. El tiempo es engañoso y habría confundido a un lego en la materia. Las masas sólidas de nubes se habían elevado y puesto más pálidas, era “El falso cielo”  que los marinos más experimentados conocían también, y no había duda de que la tempestad que se avecinaba sería muy fuerte. Aquel panorama hizo que helara la sangre de toda la tripulación.  Las crestas blancas eran más altas y en el horizonte, el cielo se empezó a teñir de un gris horrible.
Al ver tanto trajín Freddy, tuvo ocasión de preguntarle a Makú.
-¿Existen problemas Makú?
-No estoy seguro Freddy-dijo mostrando el cielo al Sur-. Esas nubes no son  las nubes blancas que se ven por estas islas. Son feas y se mueven demasiado rápido. Hay algo en el aire que tampoco me gusta. Es una extraña sensación.
             En esos momentos se vislumbró a lo lejos una cortina gris velando el horizonte. La experiencia de los marineros, incluido Makú, sabían lo que eso podía significar, por ello se empezaron a oír gritos de desesperación: ¡Arriad las velas!  ¡Navegad a palo seco…!  ¡Freddy... ponte a cubierto y toma, protege a Tucán, se nos aproxima una tempestad! Por el temor reflejado en su rostro aquello sin duda sería muy serio. Freddy, cogió su medio peine de púas de carey y lo lanzó al mar, pues había oído una extraña leyenda criolla  que aseguraba que arrojando un peine al mar se apaciguaban las tempestades, por eso no lo dudó ni un segundo. La lástima es  que sólo lograría  evitar medio maleficio. Aquella tempestad sería verdaderamente importante dado que si Makú, que había sobrevivido a las garras de un león se asustaba, habría razones bien fundas para que los demás también lo estuviesen.
 
A los pocos minutos desde el puente de mando, Freddy,  observaba atónito como aquella descomunal tormenta los arrollaba en un impresionante alarde de los elementos de la naturaleza.  La cortina gris avanzó con celeridad. Todo quedó oculto: el cielo, el barco, el mar. Pronto calló del cielo prematuramente oscurecido, una lluvia que azotó implacable toda la superestructura del barco, inundando la cubierta y claraboyas con sus lanzas oblicuas. Aquello no era lluvia, pues la palabra lluvia se quedaba pobre para describirla. Diluvio pues era  más exacto decir, acompañada de  vientos infernales, aquello no eran gotas, ni tan siquiera chorros de agua, aquello era un telón impenetrable de agua, una catarata. No se podía hablar, ni casi respirar. La tempestad traía consigo ensordecedores truenos e intempestivos y centelleantes relámpagos. Era tal la magnitud de aquel diluvio que los marinos eran arrastrados de sus puestos, chocando con todo lo que les rodeaba. Algunos se les oía gemir, a otro gritar. Algunos sangraban por la boca, otros por la nariz, otros protestaban de sus brazos,  otros de sus piernas, algunos ya habían caído desfallecidos, dando vueltas sus cuerpos inertes, como títeres de trapo, chocando contra los mástiles y demás objetos de la cubierta. El clíper parecía  un potro salvaje metido dentro de un gigantesco remolino que acabaría por devorarlo hasta arrastrarlo a los abismos submarinos.

 Estaba a merced de aquel embravecido mar, como si se tratara de una simple cáscara de nuez  flotando. Las olas rompían contra el casco, unas veces a babor,  otras a estribor…, el agua atacaba por todas partes de forma furiosa dando  sus espumosos puñetazos impregnados de colérica ira. El viento con sus cien mil silbidos a la vez aullaba horriblemente atravesando los tímpanos. Desde el ala de babor pudo ver Freddy, olas del tamaño de una montaña  que se estrellaban contra la popa ¡Y otro remolino hambriento con fuerza arrolladora! Los mástiles crujían, el barco se zarandeaba hasta besar el mar. Aquello parecía como si se hubiese desatado el Juicio Final. La vengativa hora de Neptuno en confabulación con el colérico Zeus. El clíper  tan apenas avanzaba, era un gigante indefenso privado de su fuerza por todos los elementos, ofreciendo todas las mejillas de su casco, el cual protestaba por la afrenta  a que estaba siendo sometido.  Pero en todos los marinos prevalecía el espíritu que los grandes desafíos suelen despertar.
Fue media hora de brutal pesadilla; y cuando la tempestad les sobrepasó, todos los marineros pudieron darse cuenta que aquello no había sido fruto de un mal   sueño.

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