La fiebre del oro
"Tercera parte"
Una
tarde, a modo de despedida recorriendo el Golden Gate, maravillado por la
maravillosa e impresionante obra de ingeniería de aquel puente, que a la postre es una de las señas de identidad
de la fabulosa ciudad de San Francisco, y una de las imágenes que todo
extranjero se lleva siempre guardada en sus retinas, observó a un hombre con
signos claros de intentar tirarse a la
bahía. Pues por asombroso que parezca, los suicidas lo eligen como punto fatídico para poner punto final para su vida. Por eso, al percatarse de ello Eduardo, corrió veloz hasta poderlo
agarrar de un brazo cuando aquel pobre diablo ya se estaba precipitando al
vacío. El hombre en cuestión mostraba claros signos de embriaguez, pues cuanto
más fuerza hacía Eduardo para intentar subirlo, más se afanaba el hombre en
desprenderse de él. Durante un largo minuto que se le hizo eterno, no le quedó
más remedio que intentar entablar un
diálogo, para tratar de convencerlo de que el suicidio no tenía marcha atrás
una vez provocado, y que seguramente habría en la vida algo que podría provocar
más gozo, que el de buscar la muerte en un instante.
—¿Qué
puede haber más placentero que el mandar a la mierda por voluntad propia este
maldito mundo?—preguntaba el desdichado hombre.
—El
placer que provoca el contemplar en tu mano los destellos del oro, por ejemplo.
—¡Oro
dices! ¡Y para que quiero yo poseer en
mis manos un metal de falsa ley, si el oro después lo corrompe todo!
—No,
si con él se obtiene el fruto de un bien superior…
Y
en un relax de la conversación, cuando observó que aquél hombre no tiraba de
él, lo impulso hacia arriba hasta que pudo agarrarlo con las dos manos y
hacerlo pasar por encima de la barandilla,
donde como un guiñapo se quedó en el suelo firme maldiciendo a alguien a base
de dar puñetazos contra el duro asfalto.
—Venga,
que te invito a un trago, y así me cuentas de paso los motivos que te habían
llevado a realizar dicha acción.
Aquel
hombre rondaría los treinta y cinco
años, aunque por las arrugas de su
frente pudiera confundir a cualquiera, pensando que al menos tendría cuarenta y
cinco o cincuenta años. Se llamaba Peter
Welam, hijo de un adinerado hombre de negocios y bastante influyente en
la ciudad de San Francisco. Al que sin embargo, su propio hijo odiaba por los
diversos divorcios de que hacía gala últimamente. Por eso airado de tantos
desaires ofrecidos a su madre natural, decidió abandonar el domicilio e irse a
vivir en la calle, con los desastres que ello conlleva. No obstante, después de
aquel suceso, Eduardo y Peter se hicieron buenos amigos, y ya dándole a
conocer cuáles eran sus objetivos y los
motivos que lo habían llevado allí desde tierras remotas, Peter decidió en que
sería su compañero de viaje allá a donde fuese, con la condición de que cuando
ya tuviesen todo el oro con el que Eduardo soñaba, tenían que ir juntos para
conocer aquellos valles pirenaicos y aquel pueblo donde nació del
que tan orgulloso se sentía de ello.
Por lo que después de atravesar en ferrocarril
los estados de Oregón y Washington,
atravesados ambos estados de norte a sur, por las formidables Montañas Rocosas,
dentro todavía de los Estados Unidos, ya que esta descomunal cordillera se adentra
incluso en el territorio del Canadá, en los territorios de la Columbia
Británica y la del Yukón, decidió hacer escala en Dawson City, ciudad
perteneciente al canadiense territorio del Yukón en la Columbia Británica, y
establecerse allí durante seis meses, el tiempo justo como para pasar el crudo
invierno, pues aquella ciudad, en la que en 1.889 tuviese su particular fiebre de oro,
arrastrando hasta allí a más de cuarenta
mil personas, al tener un clima sur ártico, las temperaturas medias en el mes
de Julio es de 15,6· C, mientras que en invierno gira en torno a los —26,7· C aunque hay inviernos como el de 1.979, que en
Febrero, la temperatura bajó hasta los —55· C.
Transcurrido ese tiempo de infinita espera, y
después de varios intentos de buscar oro por el río Yukón y en algunos
riachuelos como el de Bonanza, y no encontrar
el filón con el que soñaba, miró hacia
el este hasta llegar al Golfo de Alaska adentrándose nuevamente en los Estados Unidos
por mediación de su más retirado estado (exceptuando Hawái), es decir, Alaska.
Donde acompañado por su inseparable amigo Peter, dos
meses después, llegaron a Fort Yukón, situado a las orillas del río Yukón, uno de los confines del mundo y lugar
inhóspito donde los haya del planeta. Y
en aquellos parajes semidesérticos, donde había más osos pardos que personas, empezó a obtener pequeñas
victorias ganadas a la generosa tierra, al encontrar algunas marmitas de
deslumbrantes lentejuelas de oro, algunas de las cuales le llegaron a pesar
setenta y cinco gramos. Pero un día, abrumado por la fuerza de la naturaleza,
inhóspita e invencible de aquel lugar, y aborrecido de tanto frío, y hastiado de tanto
oso, que le disputaban continuamente los salmones de los ríos, acabó nuevamente dirigiendo su mirada hacia el
sur, donde los climas son más benignos.
De modo que tras tomar la dirección sur y llegar nuevamente hasta el Golfo de
Alaska, en el puerto de la ciudad de Valdez, tomó junto a su compañero de
fatigas otro barco que los llevaría hasta el Golfo de Buenaventura (Colombia)
donde desembarcaron en el puerto franco de la ciudad de Buenaventura, siendo
este el puerto más grande del país. Curiosamente
a la ciudad la llamaron Buenaventura, porque la fecha de su fundación el 14 de julio
de 1.450 a cargo del adelantado Juan de Ladrilleros, en nombre de Pascual
Andagoya, coincidía con el día del
Santo. La región de Buenaventura está considerada como el pulmón de la Tierra.
Una
de las cosas que más le chocó a Eduardo es ver a tanta gente de raza negra en
aquella región colombiana, eso se debe a
que de los veinticinco millones de esclavos capturados en África para traer a
América, diez millones llegaron hasta allí.
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