sábado, 16 de marzo de 2019

La fiebre del oro "Tercera parte" En busca del valle del amor



La fiebre del oro
 
"Tercera parte"
 



Una tarde, a modo de despedida recorriendo el Golden Gate, maravillado por la maravillosa e impresionante obra de ingeniería de aquel puente, que  a la postre es una de las señas de identidad de la fabulosa ciudad de San Francisco, y una de las imágenes que todo extranjero se lleva siempre guardada en sus retinas, observó a un hombre con signos claros de intentar tirarse  a la bahía. Pues por asombroso que parezca, los suicidas lo eligen  como punto fatídico para poner punto  final para su vida. Por eso, al percatarse  de ello Eduardo, corrió veloz hasta poderlo agarrar de un brazo cuando aquel pobre diablo ya se estaba precipitando al vacío. El hombre en cuestión mostraba claros signos de embriaguez, pues cuanto más fuerza hacía Eduardo para intentar subirlo, más se afanaba el hombre en desprenderse de él. Durante un largo minuto que se le hizo eterno, no le quedó más remedio que  intentar entablar un diálogo, para tratar de convencerlo de que el suicidio no tenía marcha atrás una vez provocado, y que seguramente habría en la vida algo que podría provocar más gozo, que el de buscar la muerte en un instante.
—¿Qué puede haber más placentero que el mandar a la mierda por voluntad propia este maldito mundo?—preguntaba el desdichado hombre.
—El placer que provoca el contemplar en tu mano los destellos del oro, por ejemplo.
—¡Oro dices!  ¡Y para que quiero yo poseer en mis manos un metal de falsa ley, si el oro después  lo corrompe todo!  
—No, si con él se obtiene el fruto de un bien superior…
Y en un relax de la conversación, cuando observó que aquél hombre no tiraba de él, lo impulso hacia arriba hasta que pudo agarrarlo con las dos manos y hacerlo pasar  por encima de la barandilla, donde como un guiñapo se quedó en el suelo firme maldiciendo a alguien a base de dar puñetazos contra el duro asfalto.
 
—Venga, que te invito a un trago, y así me cuentas de paso los motivos que te habían llevado a realizar dicha acción.
Aquel hombre  rondaría los treinta y cinco años, aunque por las  arrugas de su frente pudiera confundir a cualquiera, pensando que al menos tendría cuarenta y cinco o cincuenta años. Se llamaba Peter  Welam, hijo de un adinerado hombre de negocios y bastante influyente en la ciudad de San Francisco. Al que sin embargo, su propio hijo odiaba por los diversos divorcios de que hacía gala últimamente. Por eso airado de tantos desaires ofrecidos a su madre natural, decidió abandonar el domicilio e irse a vivir en la calle, con los desastres que ello conlleva. No obstante, después de aquel suceso, Eduardo y Peter se hicieron buenos amigos, y ya dándole a conocer  cuáles eran sus objetivos y los motivos que lo habían llevado allí desde tierras remotas, Peter decidió en que sería su compañero de viaje allá a donde fuese, con la condición de que cuando ya tuviesen todo el oro con el que Eduardo soñaba, tenían que ir juntos para conocer aquellos valles pirenaicos y aquel pueblo donde nació  del  que tan orgulloso se sentía  de ello.
 
 Por lo que después de atravesar en ferrocarril los estados de Oregón  y Washington, atravesados ambos estados de norte a sur, por las formidables Montañas Rocosas,  dentro todavía de los Estados Unidos,  ya que esta descomunal cordillera se adentra incluso en el territorio del Canadá, en los territorios de la Columbia Británica y la del Yukón, decidió hacer escala en Dawson City, ciudad perteneciente al canadiense territorio del Yukón en la Columbia Británica, y establecerse allí durante seis meses, el tiempo justo como para pasar el crudo invierno, pues aquella ciudad, en la que  en 1.889 tuviese su particular fiebre de oro, arrastrando hasta  allí a más de cuarenta mil personas, al tener un clima sur ártico, las temperaturas medias en el mes de Julio es de 15,6· C, mientras que en invierno gira en torno a los —26,7· C  aunque hay inviernos como el de 1.979, que en Febrero, la temperatura bajó hasta los —55· C.
 
 Transcurrido ese tiempo de infinita espera, y después de varios intentos de buscar oro por el río Yukón y en algunos riachuelos  como el de Bonanza, y no encontrar el filón con el que  soñaba, miró hacia el este hasta   llegar al Golfo de Alaska  adentrándose nuevamente en los Estados Unidos por mediación de su más retirado estado (exceptuando Hawái), es decir, Alaska. Donde   acompañado por su inseparable amigo Peter, dos meses después, llegaron a Fort Yukón,  situado a las orillas del río Yukón,  uno de los confines del mundo y lugar inhóspito donde los haya del planeta. Y  en aquellos parajes semidesérticos, donde  había más osos  pardos que personas, empezó a obtener pequeñas victorias ganadas a la generosa tierra, al encontrar algunas marmitas de deslumbrantes lentejuelas de oro, algunas de las cuales le llegaron a pesar setenta y cinco gramos. Pero un día, abrumado por la fuerza de la naturaleza, inhóspita e invencible de aquel lugar, y  aborrecido de tanto frío, y hastiado de tanto oso, que le disputaban continuamente los salmones de los ríos,  acabó nuevamente dirigiendo su mirada hacia el sur, donde los climas son más  benignos. De modo que tras tomar la dirección sur y llegar nuevamente hasta el Golfo de Alaska, en el puerto de la ciudad de Valdez, tomó junto a su compañero de fatigas otro barco que los llevaría hasta el Golfo de Buenaventura  (Colombia)  donde desembarcaron en el puerto franco de la ciudad de Buenaventura, siendo este el puerto  más grande del país. Curiosamente a la ciudad la llamaron Buenaventura,  porque la fecha de su fundación el 14 de julio de 1.450 a cargo del adelantado Juan de Ladrilleros, en nombre de Pascual Andagoya,  coincidía con el día del Santo. La región de Buenaventura está considerada como el pulmón de la Tierra.
Una de las cosas que más le chocó a Eduardo es ver a tanta gente de raza negra en aquella región colombiana,  eso se debe a que de los veinticinco millones de esclavos capturados en África para traer a América, diez millones llegaron hasta allí.

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