sábado, 16 de marzo de 2019

La fiebre del oro "primera parte" En busa del Valle del amor




La fiebre del oro
primera parte

 

Eduardo, al final se  decantó por ir  a buscar oro, ya que ni se le pasó por la cabeza otros métodos menos ortodoxos como por ejemplo el dar el braguetazo casándose con la hija de algún ricachón, donde de manera directa tarde o temprano pudría montarse en el carro de su fortuna,  o meterse en líos de mafias tan en boga en esos momentos(y actualmente), como la trata de blancas con chicas provenientes de los países que orbitaban alrededor  de la extinguida Unión Soviética, o en el lucrativo negocio de las drogas. Pues pensó que sin hacer ningún daño a nadie, con la obtención de este noble metal le serviría  para poder disfrutar después apaciblemente el resto de su vida, y ya de paso, poder  encumbrarse en el poder rápidamente, como efectivamente así pasó; pero de una forma demasiado chocante, por no decir que de una manera rocambolesca, como a continuación voy a relataros con gruesos trazos, aunque extendiéndome un poco más, debido a la circunstancia de que Eduardo tardó mucho más tiempo en alcanzar sus objetivos.
  Eduardo, tras despedirse de su amigo Edelmiro en Bulgaria, se mantuvo durante más de un año recorriendo toda Europa central haciendo trabajos diversos para sobrevivir, pues debido a no rechazar ningún trabajo que le saliera a su paso, en Suiza se especializó en el ordeño de las vacas, aunque tampoco se negó a sacar el estiércol de los establos a horca en Alemania, trabajo este último destinado casi siempre a los obreros de origen turco. Pero con aquel duro y desagradable trabajo sabía que daría  alas para el futuro que esperaba. Así, de granja en granja, pudo llegar   a los Países Bajos. Y  en el puerto de Róterdam, se embarcó en un barco de la marina mercante con bandera  Liberiana, que se dirigía a América. Y   tras atravesar el Istmo del canal de Panamá, desembarcó en su capital, Panamá, la que en su día  fuera la primera ciudad colonial fundada a las orillas del Océano Pacífico.
Hasta esos momentos, nada le pareció ser más interesante que haber tenido la oportunidad de pasar del Mar Caribe al océano Pacífico a través de una de las mayores obras de ingeniería construidas por el hombre. El Canal de Panamá. Una honda herida en la geografía terrestre para comunicar dos grandes mares.
 En Panamá se mantuvo unas semanas mientras descansaba de aquella larga travesía oceánica e intentaba  priorizar sus objetivos.
En uno de esos días, encontrándose en el puerto internacional de Manzanillo, prestó su atención a un gran buque portacoches estancado en la bahía en espera de ser descargado. Fijándose especialmente en que gran cantidad de ellos llevaban bandera  de Liberia,  de Malta o de Panamá y tras preguntar por tal abundancia de buques con estas    banderas, un marino que también entretenía su tiempo en observar estos gigantes de los mares, le explicó que ello era debido a que aquellos buques utilizaban banderas de conveniencia, dado que en el caso de Panamá  se pagaban menos impuestos, así como de mano de obra y costes de funcionamiento más baratos que si lo hicieran en sus países de origen, o para aprovecharse de unas normas menos exigentes y leyes sobre contaminación más débiles.
   Varios días después  tomó  otro carguero que  tomaba rumbo a San Francisco, pero que forzosamente antes haría escala en  San Diego, donde en algunos  bares próximo a la bahía  empezó a oír por primera vez en su vida la llamada fiebre del oro desatada a finales del  siglo IXX, a algunos borrachos y aventureros, que al igual que los cazadores, generalmente suelen exagerar casi siempre de sus logros. Aunque con aquellas conversaciones mantenidas durante el tiempo que tardaban en vaciarse la botella de bourbon, que es el whisky americano por excelencia,    se sorprendió sobremanera al conocer que  tantísimos hombres provenientes  de los cinco continentes, mucho antes que él, (incluso de hombres con carreras académicas, llámese maestros, abogados, médicos…) formaron caudalosas riadas humanas hasta los nuevos Eldorados californianos, seguramente pensando lo mismo que él lo hacía un siglo después, es decir, encontrar el atajo del bienestar por mediación del fatigoso trabajo de buscar oro.
 
Llegado a este punto, creo que es de obligado cumplimiento hacer un breve recorrido histórico sobre los primeros buscadores de oro en California llamados “forty—miners” en el periodo de 1.848—1.855. Los efectos de esta emigración repentina fueron espectaculares. Antes de la fiebre del oro, San Francisco era una aldea diminuta, y con la fiebre del oro, la aldea llegó a ser una ciudad. Los buscadores de oro recogían el oro en los arroyos y lechos de los ríos usando técnicas simples como el cribado. Algunos buscadores de fortunas se hicieron rápidamente millonarios; y  a los que tampoco les fue nada mal fue a los visionarios que montaron sus tiendas de suministros para los aventureros; pero la mayoría se quedó con poco más de los bienes que tenía cuando la fiebre del oro comenzó.

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