Cuando se abren las puertas del alma
Con
la infinita calma de los primeros tiempos, disipando el espejismo de una
estrella en el estrecho cielo.
Encolerizados
matarifes oscurecen el suelo de la tarde, armados con sus mejores armas para
dar el asalto a la inmortalidad.
Fatigante
es esta caza de la que de nada sirve estar prevenido, donde se inclina ante un farfullo
de hombre.
Me
abandono a la mala suerte para poder gritar al término del engaño que yace al
acecho de cada pregunta embalsamada, recordándome el calor de la miseria la
cual, carga sus acentos en las espinas del sufrimiento.
Así,
sumergido en la colmena que se ahúma, tentado a abandonarme
con
la fatiga del ayer, y rodeado por doquier de huesos espesos ,que acuchillan mi
cielo con su fósforo hiriente.
Me
desplomo bajo mi propia piel y mis propios huesos, piel y huesos verdaderos, muriéndome
de soledad y olvido, metido como un fósil en la roca mientras en un murmullo de
desgarrados jadeos confundidos con risas huecas y silencios entrecortados hallo mi corazón en medio de las umbrosas
zarzas, como un enterrado demasiado pronto.
Juvenil
abyección, pueril medio para aceptarla perversa hostigación
del
sucio individuo que acicala sus bigotes de rata, cual fístulas acarreando el
pus de la flagelación.
Hechos
de fatiga, de roída vejez donde se hunde el pecho por el desgaste del trabajo.
Montón
informe, sin rostro, obrero del tormento que se refleja en los ecos de la
historia.
Mas
pese a defenderlo, a menudo, el aire viscoso con su red invisible
se
desmaya ante la luz del paraíso y la soledad.
Bienaventurada
voz que se descarrila en ese gran ojo negro y huraño que sólo sirve para germinar
llanto cóncavo cristalino que viene a decirme:“El hombre, al igual que la
palabra nace, crece, languidece y muere.”
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