Salí a la puerta.
Ya el sol haría dos horas que habría asomado. Este, se hallaba rodeado de
unas aureolas luminosas. Entre los cirro-estratos; soplaba una ligera brisa de
poniente. El pálido rocío cubría calladamente las perlas de la llanura. La fría
mano de la noche las fue dejando caer sobre el terciopelo de las flores.
El cielo estaba claro, todos los arreboles estaban llenos de dulzura, cuajando en mi alma y haciendo estremecer todos mis sentidos. Los pardos moscardones zumbaban chispeantes en la sublime y azulada atmósfera.
El cielo estaba claro, todos los arreboles estaban llenos de dulzura, cuajando en mi alma y haciendo estremecer todos mis sentidos. Los pardos moscardones zumbaban chispeantes en la sublime y azulada atmósfera.
Un penacho de
llamas irisadas deslumbraba en las piedras agudas de la colina cercana y era
tanto su resplandor que la luz parecía gris ante mis ojos vencidos.
A esas horas,
incluso ya empezaban a hostigar los tábanos, que acudían sobre mí como a una
bestia. Después de espantarlos, se retiraban bajo la bóveda del bosque espeso.
Con los párpados
entreabiertos estiré mis miembros cansados. Mi alma confundíase con las cosas,
para acabar en un éxtasis emanado de mi corazón. Pues a esas horas la naturaleza
despliega sus más vivos colores. Todo parecía estar en armonía: los pájaros
cantores como el reyezuelo chico (el pequeño rey de los pájaros) cantaba entre
los abetos, y los silbadores como el lugano silbador componía hermosas sonatas
con sus dulces trinos; hasta las gallinas cacareaban bulliciosamente, dando a
entender que habían puesto su huevo del día.
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