Tenía tantísima hambre y mi debilidad era tan
grande, que la idea de morirme poco a poco me parecía ya de lo más natural;
Pero la muerte hubiese sido en esos momentos una felicidad demasiado grande. La
muerte libera a los muertos; pero no a los vivos, me decía mi subconsciente, como
si fuese el fruto de las banales reflexiones de un pez en el mar profundo. Sencillamente
esperaba al generoso sueño como una transición sin tropiezos, y me preguntaba
extenuado de cansancio y de necesidad: ¿A caso es imprescindible pasar por
experiencias tan duras, para purificar el alma, o verse a sí mismo por transparencia en la charca de la
estupidez? No tardé en dormirme, porque se puede dormir con un corazón inquieto
cuando la conciencia está tranquila. Mas mis sueños eran cortos y repetitivos, enseguida
me despertaba al percibir cualquier crujido: ululares de lechuzas y demás aves
de mal agüero. El nebuloso bosque se llenaba entonces de misteriosos ruidos,
dando la sensación de estar siendo observado por dríades, duendes, trasgos y silfos. Escuchaba todo el murmullo del bosque mezclado con el silbido
de las ramas de los árboles que el abominable viento parecía martillear. Mi
imaginación daba un lenguaje a todas esas bocas hambrientas que alza la
naturaleza material entre el sueño de los hombres y el silencio sepulcral de
la noche tenebrosa.
Temblaba, un abominable terror irracional se apoderaba
de mi alma, al pensar que algún animal pudiese invadir mi improvisado cobijo
para aprovecharse de mi escaso calor corporal; sobretodo algún escorpión o
alguna temible víbora, con su mortal abrazo envuelto en ironía, introduciéndome
su veneno letal.
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