Hasta el castillo
quedaba un trecho medio pedregoso, este se erguía con majestad sobre una gran
mole de piedra caliza, al fondo, unos barrancos escarpados, y lamiendo su base
el quejumbroso río, en cuyas orillas, un cañaveral de espeso y fresco
follaje circundaba varios huertos. Coronaba el castillo una torre almenada con
varias higueras silvestres.
Al final del pinar
silencioso, dulcemente dorado por el sol de la tarde, llegué a la fachada del
soberbio castillo medieval, erigido en la cresta de una montaña, al borde de un
precipicio, donde parecía que se iba a despeñar. Cuando llegué, temblé
estremecido al ver tan sólo una desolada ruina maltratada por la intemperie,
junto a un sombrío bosquecillo que la brisa del sur atravesaba produciendo
tristes murmullos.
Con mi
repentina llegada, negros mochuelos
centenarios, bruscamente turbados en sus ruinas, huyeron en oblicuo vuelo.
Varias piedras rodaron al ser empujadas por sus garras, cayendo al abismo,
botando sobre los salientes de los
peñascos con graves y lejanos estruendos.
Una saeta bárbara
atravesó mi descarnado pecho, al ver como en sus derruidas piedras descansaba
el sombrío esplendor de otras épocas.
Tras su fachada vetusta, suavemente amarillenta y pulida por el tiempo,
se veían los nichos de sus fundadores. Admiré aquella grandeza pasada, aquellas
ruinas proscritas, aquel insidioso abandono, que a semejanza del cáncer, devora
tantas y tantas maravillas arquitectónicas construidas con gloria por nuestras
generaciones pasadas; como los gusanos devoran el cadáver de un hombre.
Sobre
una inmensa piedra situada en medio se
erguía solitario un torreón gigantesco; a su alrededor yacían escombros
informes cubiertos de musgo y yerbas, por entre los cuales serpeaban sapos,
arañas y todos los repugnantes insectos que nacen de la humedad entre las
ruinas.
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