“ Hace mucho,
mucho tiempo, cuando las brujas volaban en escobas y las hadas madrinas
recorrían los bosques convirtiendo a las pastoras en princesas, existía una
colonia de enanitos, viviendo plácidamente en un recóndito valle, casi ahogado
por abruptas montañas, cuyas crestas siempre permanecían perladas por las
nieves perpetuas, lo cual hacía que el valle fuese casi inexpugnable,
exceptuando a las águilas reales, las cabras montesas y a los aquilones que
incansables azotaban con sus fuertes ventiscas sus rocas calizas y basálticas.
Allí laboreaban la
tierra y apacentaban sus rebaños de ovejas y vacas. En el poblado se las
ingeniaban de tal modo que eran autosuficientes en sus necesidades.
Para ellos, aquel
era su fantástico mundo, y no envidiaban en lo más mínimo al otro mundo
habitado por los gigantes; que conocían por mediación de las historias que les
contaban las grullas cuando se paraban en el valle para hacer un merecido
descanso de sus vuelos intercontinentales.
El jefe del
poblado era un anciano que por su edad, su lógica experiencia, su inteligencia
suprema y su pacífico carácter, hacia que todos sus conciudadanos le otorgaran
su confianza. El era el maestro, el juez, el médico y por supuesto su guía
espiritual.
Perseveraba en el
ejercicio de sus naturales talentos con tan sanas intenciones que todos
confiaban en él, único capaz de inculcar día tras día a los jóvenes el sano
alimento de los más puros preceptos morales.
Cierto día, un
enanito que pastoreaba con su rebaño de ovejas por los aledaños del poblado,
entró a toda la velocidad que podían imprimirle sus diminutas piernas en el domicilio del anciano jefe,
poniendo gritos de infinito terror en el cielo, y arrancando por ello violentamente
de las dulzuras del descanso al anciano que estaba durmiendo su habitual
siesta. El motivo de su bulliciosa alarma no era otro que el haber divisado a
un gigante, y que por la dirección que llevaba parecía conducirle
directamente al poblado.
Acto seguido, el
anciano alertó a los demás, que, presurosos se pusieron en pie de guerra, pues
aunque pacíficos, es bien sabido que hasta una hormiga se revuelve si la
agredes, ante el temor de que aquel gigante pudiese causarles algún daño,
sabedores de que poseen un instinto criminal que viene arrastrado desde los
tiempos de Caín.
Armados con hoces,
horcas, hondas y demás herramientas contundentes utilizadas en sus faenas
diarias, se apresuraron a la frondosidad del bosque para hacerle una emboscada.
Fueron
guiados por el enanito hasta la
fragosidad del bosque y allí esperaron pacientes a que el gigante apareciera.
Al poco llegó. Era un ser monstruoso que por lo menos medía dos metros; poseía
un cuerpo hercúleo y unos brazos de leñador experimentado. Cada uno de sus
pasos vacilantes a su paso por la vegetación, producían chasquidos al quebrarse
las ramas que yacían en el suelo; unas gruesas gotas de sudor perlaban su
frente, llevaba una barba desaliñada y sus bigotes eran tan largos que parecía
un oso, los labios resecos con profundas grietas amoratadas, su saliva parecía
nata en el contorno de su boca que permanecía siempre abierta. Iba tan cansado
que todos los enanitos podían incluso percibir los latidos de su corazón, se
paró a descansar pasándose una mano por la frente, mientras que con la otra
trataba de mantener el equilibrio sujetándose en una añosa haya, durante unos
segundos quedó con los ojos cerrados y cabizbajo, como si le hubiesen
abandonado ya todas las fuerzas. Aspiró huracanadamente aire, que por el
sobrealiento que llevaba parecía le faltase.
Ante aquella
lastimosa imagen, el gigante parecía un niño indefenso, por lo que el anciano
jefe. Comprendió que aquel gigante necesitaba urgentemente ayuda, sin la cual
seguramente perecería de hambre y sed.
Cuando el gigante
abrió sus amplios ojos azules, se encontró dentro de un círculo de enanitos los
cuales le ofrecían lo que para él serían unas minúsculas cantimploras de agua.
El gigante se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, quizá para ponerse un
poco a la altura de ellos y aceptó de buen grado sus ofrecimientos, pues hasta
incluso mostró una sonrisa de agradecimiento.
Una vez reanimado
contó al anciano jefe que se había perdido y que ya llevaba varios días sin
comer y bebiendo tan sólo las gotas del benéfico rocío que generosamente
perlaban los helechos por las mañanas.
Fue guiado hasta
el poblado y una vez en el, le ofrecieron parte de sus víveres para que se
fortaleciera y de ese modo pudiese marchar cuanto antes.
Durante varios
días aquel gigante fue cebado como si de un ternero se tratase, y cuando el
anciano jefe comprendió que ya estaba totalmente restablecido le dijo: - Bueno,
ya estás recuperado, por lo tanto
nuestro deber contigo ha terminado.- Desconozco el camino de regreso se
apresuró a decir.- No importa, dos guías te ayudaran a encontrar el camino de
regreso.
Pero por la mente del
gigante atravesó una saeta de preocupación al pensar lo que le esperaba en el
mundo del que se había perdido, que no era otra cosa que trabajo y
más trabajo de sol a sol, y allí se sentía tan a gusto, dado que a lo bueno
todo el mundo se acostumbra pronto, que rogó al anciano jefe que le fuese
permitido quedarse una temporada más.
El anciano meditó
su petición y accedió diciéndole:
- De acuerdo te
puedes quedar; pero como ya estás restablecido tú también tendrás que trabajar
tu parte correspondiente, ayudándonos en aquellas tareas que para nosotros son
bastante arduas, pero que para ti con tu descomunal fuerza será algo así como
levantar una pluma.
Aceptó el trato, y
con un choque de manos quedó rubricado el pacto.
En aquel poblado
todos los alimentos se repartían con arreglo a las necesidades de cada familia;
pero además cada cambio de luna cada trabajador recibía un pequeño salario.
Pasaron los días y
de cuarto creciente pasó a luna llena, y como ya era habitual el anciano jefe
se dispuso a dar el salario, incluyendo al gigante; pero éste, al ver que
recibía el mismo salario que cualquier insignificante enanito, le reclamó al
anciano jefe, por entender que aquello era
un atropello injusto, debido a que el trabajo que él desarrollaba era al
menos al equivalente de veinte de ellos.
El anciano jefe
sin inquietarse en lo más mínimo y con toda la sencillez que le caracterizaba,
le respondió:
- Si bien es
cierto que el trabajo que desarrollas equivale al menos a veinte de nosotros,
sin embargo, no es menos cierto que tú comes como veinte de nosotros, por lo
cual, si de los excesivos desembolsos que ocasionan tu manutención, se te
fuesen reduciendo en la ración diaria de víveres, al faltarte el alimento
necesario irías enflaqueciendo y extenuando poco a poco, a lo cual le seguiría
la pérdida del apetito y por consiguiente la vida. Y yo no soy hombre capaz de
haceros morir lentamente de hambre. Mas ahora que ya estás enterado de todo lo
que ocurre, puedes tomar las determinación que te dicte vuestro buen criterio.
El anciano jefe
sabía que si encima le hubiese dado al gigante el equivalente a veinte pagas
habría provocado un gran desequilibrio, por lo que no aceptó su queja.
Por su parte el
gigante al ver que de allí no podía sacar ninguna tajada optó por volver a su
mundo, en el cual sí existen esos desequilibrios, los mismos que el gigante
intentó exportar hasta aquel poblado donde reinaba la cordura, el conformismo y
lo más importante, la fraternidad y la felicidad, palabras estas, que al mundo
que el gigante fue a parar sólo están en boca de unos pocos y en los empolvados
diccionarios.
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