domingo, 17 de febrero de 2019

Cuando las brujas volaban en escobas "Viajes"


Cuando las brujas volaban en escobas
"Viajes"

 

“ Hace mucho, mucho tiempo, cuando las brujas volaban en escobas y las hadas madrinas recorrían los bosques convirtiendo a las pastoras en princesas, existía una colonia de enanitos, viviendo plácidamente en un recóndito valle, casi ahogado por abruptas montañas, cuyas crestas siempre permanecían perladas por las nieves perpetuas, lo cual hacía que el valle fuese casi inexpugnable, exceptuando a las águilas reales, las cabras montesas y a los aquilones que incansables azotaban con sus fuertes ventiscas sus rocas calizas y basálticas.
Allí laboreaban la tierra y apacentaban sus rebaños de ovejas y vacas. En el poblado se las ingeniaban de tal modo que eran autosuficientes en sus necesidades.

 
Para ellos, aquel era su fantástico mundo, y no envidiaban en lo más mínimo al otro mundo habitado por los gigantes; que conocían por mediación de las historias que les contaban las grullas cuando se paraban en el valle para hacer un merecido descanso de sus vuelos intercontinentales.
El jefe del poblado era un anciano que por su edad, su lógica experiencia, su inteligencia suprema y su pacífico carácter, hacia que todos sus conciudadanos le otorgaran su confianza. El era el maestro, el juez, el médico y por supuesto su guía espiritual.
Perseveraba en el ejercicio de sus naturales talentos con tan sanas intenciones que todos confiaban en él, único capaz de inculcar día tras día a los jóvenes el sano alimento de los más puros preceptos morales.
 
Cierto día, un enanito que pastoreaba con su rebaño de ovejas por los aledaños del poblado, entró a toda la velocidad que podían imprimirle sus diminutas  piernas en el domicilio del anciano jefe, poniendo gritos de infinito terror en el cielo, y arrancando por ello violentamente de las dulzuras del descanso al anciano que estaba durmiendo su habitual siesta. El motivo de su bulliciosa alarma no era otro que el haber divisado a un gigante, y que por la dirección que llevaba parecía conducirle directamente  al poblado.
Acto seguido, el anciano alertó a los demás, que, presurosos se pusieron en pie de guerra, pues aunque pacíficos, es bien sabido que hasta una hormiga se revuelve si la agredes, ante el temor de que aquel gigante pudiese causarles algún daño, sabedores de que poseen un instinto criminal que viene arrastrado desde los tiempos de Caín.
 
Armados con hoces, horcas, hondas y demás herramientas contundentes utilizadas en sus faenas diarias, se apresuraron a la frondosidad del bosque para hacerle una emboscada.
Fueron guiados  por el enanito hasta la fragosidad del bosque y allí esperaron pacientes a que el gigante apareciera. Al poco llegó. Era un ser monstruoso que por lo menos medía dos metros; poseía un cuerpo hercúleo y unos brazos de leñador experimentado. Cada uno de sus pasos vacilantes a su paso por la vegetación, producían chasquidos al quebrarse las ramas que yacían en el suelo; unas gruesas gotas de sudor perlaban su frente, llevaba una barba desaliñada y sus bigotes eran tan largos que parecía un oso, los labios resecos con profundas grietas amoratadas, su saliva parecía nata en el contorno de su boca que permanecía siempre abierta. Iba tan cansado que todos los enanitos podían incluso percibir los latidos de su corazón, se paró a descansar pasándose una mano por la frente, mientras que con la otra trataba de mantener el equilibrio sujetándose en una añosa haya, durante unos segundos quedó con los ojos cerrados y cabizbajo, como si le hubiesen abandonado ya todas las fuerzas. Aspiró huracanadamente aire, que por el sobrealiento que llevaba parecía le faltase.
 
Ante aquella lastimosa imagen, el gigante parecía un niño indefenso, por lo que el anciano jefe. Comprendió que aquel gigante necesitaba urgentemente ayuda, sin la cual seguramente perecería de hambre y sed.
Cuando el gigante abrió sus amplios ojos azules, se encontró dentro de un círculo de enanitos los cuales le ofrecían lo que para él serían unas minúsculas cantimploras de agua. El gigante se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, quizá para ponerse un poco a la altura de ellos y aceptó de buen grado sus ofrecimientos, pues hasta incluso mostró una sonrisa de agradecimiento.
Una vez reanimado contó al anciano jefe que se había perdido y que ya llevaba varios días sin comer y bebiendo tan sólo las gotas del benéfico rocío que generosamente perlaban los helechos por las mañanas.
Fue guiado hasta el poblado y una vez en el, le ofrecieron parte de sus víveres para que se fortaleciera y de ese modo pudiese marchar cuanto antes.
Durante varios días aquel gigante fue cebado como si de un ternero se tratase, y cuando el anciano jefe comprendió que ya estaba totalmente restablecido le dijo: - Bueno, ya estás  recuperado, por lo tanto nuestro deber contigo ha terminado.- Desconozco el camino de regreso se apresuró a decir.- No importa, dos guías te ayudaran a encontrar el camino de regreso.
Pero por la mente del gigante atravesó una saeta de preocupación al pensar lo que le esperaba en el mundo  del que se había  perdido, que no era otra cosa que trabajo y más trabajo de sol a sol, y allí se sentía tan a gusto, dado que a lo bueno todo el mundo se acostumbra pronto, que rogó al anciano jefe que le fuese permitido quedarse una temporada más.
 
El anciano meditó su petición y accedió diciéndole:
- De acuerdo te puedes quedar; pero como ya estás restablecido tú también tendrás que trabajar tu parte correspondiente, ayudándonos en aquellas tareas que para nosotros son bastante arduas, pero que para ti con tu descomunal fuerza será algo así como levantar una pluma.
Aceptó el trato, y con un choque de manos quedó rubricado el pacto.
En aquel poblado todos los alimentos se repartían con arreglo a las necesidades de cada familia; pero además cada cambio de luna cada trabajador recibía un pequeño salario.
Pasaron los días y de cuarto creciente pasó a luna llena, y como ya era habitual el anciano jefe se dispuso a dar el salario, incluyendo al gigante; pero éste, al ver que recibía el mismo salario que cualquier insignificante enanito, le reclamó al anciano jefe, por entender que aquello era  un atropello injusto, debido a que el trabajo que él desarrollaba era al menos al equivalente de veinte de ellos.
El anciano jefe sin inquietarse en lo más mínimo y con toda la sencillez que le caracterizaba, le respondió:
- Si bien es cierto que el trabajo que desarrollas equivale al menos a veinte de nosotros, sin embargo, no es menos cierto que tú comes como veinte de nosotros, por lo cual, si de los excesivos desembolsos que ocasionan tu manutención, se te fuesen reduciendo en la ración diaria de víveres, al faltarte el alimento necesario irías enflaqueciendo y extenuando poco a poco, a lo cual le seguiría la pérdida del apetito y por consiguiente la vida. Y yo no soy hombre capaz de haceros morir lentamente de hambre. Mas ahora que ya estás enterado de todo lo que ocurre, puedes tomar las determinación que te dicte vuestro buen criterio.
 
El anciano jefe sabía que si encima le hubiese dado al gigante el equivalente a veinte pagas habría provocado un gran desequilibrio, por lo que no aceptó su queja.
Por su parte el gigante al ver que de allí no podía sacar ninguna tajada optó por volver a su mundo, en el cual sí existen esos desequilibrios, los mismos que el gigante intentó exportar hasta aquel poblado donde reinaba la cordura, el conformismo y lo más importante, la fraternidad y la felicidad, palabras estas, que al mundo que el gigante fue a parar sólo están en boca de unos pocos y en los empolvados diccionarios.
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