Entre un erial de polvo y grava
Mi
vida transcurre entre un erial de polvo y grava. Fruto del martilleo constante
e infernal de tres molinos, cual alazanes al galope sobre un pavimento de
granito.
Mil
rodillos giran al unísono, chirriando sus ejes cual coro de grillos en la época
estival.
Quince
cintas transportadoras se deslizan perezosas, a veces resistiéndose a su
pesada carga. De ellas, emana un vaho silente, cual ungüento bituminoso cuyo contacto
tizna como el hollín.
La
herrumbre de sus porosas estructuras rasga la piel como garras de un felino y
cuyas heridas se retraen a cicatrizar.
Viendo
mis manos ásperas, abiertas por las llagas, uno se da perfectamente cuenta que
son el medallero del trabajo diario de un trabajador resignado a su desdichada
suerte.
El
viento, el sol y la lluvia se alían con los elementos para hacer este trabajo
más hostil y abominable, donde sólo un mártir puede aguantar sus duros
latigazos.
A
este trabajo me enfrento y resisto cual caballo de metal en una batalla diaria,
de la cual, ni gano ni pierdo, partidas
de ajedrez en la que siempre quedan en tablas.
Cuando
sopla el cierzo, el viento revoca entre las zarandas y el tromel y acaba
formando torbellinos que parecen geiseres sulfurosos que se elevan al cielo de
forma zigzagueante.
El
destino de los hombres es convertirse en polvo. Yo, el polvo lo huelo, lo
mastico, lo trago y lo exhalo por los poros de la piel, porque desgraciadamente
convivo con él.
Soy
un hombre que se ha adelantado a su
destino. Salvo que el Hacedor, tenga reservado otro más loado para mí.
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