El frescor de mi valle
Rodeado de madreselvas, zorros y
céfiros,
encadenado al perfume agridulce del
romero,
y socorrido por las aguas argentadas
devoradas por peces que vencen los
bravos torrentes,
lanza el guerrero crepúsculo el grito
fecundo
cual ruiseñor solitario que descansa en
la fronda.
Mientras, en la dormida charca
chapotean los batracios de espíritu
indomable.
Ventiscas equinocciales humillan a las
águilas,
a la vez que el volcán violeta de la
aurora, extiende
sus alas como un vendaval de cereales
dorados.
Bajo una catedral de pupilas
centelleantes
se desviste la dicha del rocío
desafiando a la intemperie infinita.
Pongo mis brazos en tu cintura exigua,
estambre tropical, y cual cabellera de
amor
te enredas en los secretos de la
interminable
primavera de tus ojos verdes.
Tus raíces escuchan
el galopar del viento susurrante,
rompiendo el frío
zafiro el silencio hueco
de los párpados de
laurel ceniciento,
que taladra el recto
surco vegetal,
formidable callejón
de acero,
desnuda amapola de
túnica azul
enterrada en la
diadema de la tierra,
pesada rosa donde el
rayo se inclina
hacia las mulas
forestales del orgullo deshojado.
Tierra y prado,
congregan a los sueños escondidos
en el imperio
escarlata que entreteje
la estirpe del
cárdeno relámpago.
Los rudos y añosos hombres flotan sobre el
cereal
que yace confundido
bajo un cielo antiguo,
sembrado de
arrolladoras sonrisas planas,
dorado sílice, donde
sólo el golpe duro del azadón
despierta al trueno
que presidió a tu formación,
espolvoreando todo el
carmín del mundo
como un polen
escarlata.
Confundido entre los
verdes túneles de los madroñeros,
capaces de perforar
el alfabeto vegetal de las sierras
verdaderas esmeraldas
de la patria.
Húmeda bóveda donde
el furtivo relámpago
llenó con sus
furiosas manos
el mediodía de la
tierra,
esperma de sol
vertido
en los bermejos labios de la poesía.
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