DONDE NUNCA AMANECE
El
umbral de mi puerta subterránea
se
consume en la inquietud poblada de ensueños.
La
noche primigenia se azafrana con sus ecos expirantes
arrulladores
del jardín marchito de mi infancia.
Entre
sus aromas pomares surge un sollozo,
acorde
con mi crepúsculo estéril
como
impávida respuesta
a la flamígera pasión del tirano,
a la flamígera pasión del tirano,
que
ansioso, blandea el acero
entre
los dedos solemnes de la noche.
Desfallezco
como la cárdena amapola en mi terrenal estío
y
en mi pecho doliente siento a la bermeja aurora
enredarse
al mensajero de mi volátil sueño.
Una
franja de sol, cual sierpes amarillas,
palpitan
lívidas. Mientras se extravía un soplo
del céfiro
que
hurgando en la raíz de los misterios
remueve
el polen trémulo que, hincha mis venas
cual
velámenes cárdenos,
produciendo un haz de sombras pálidas.
Oigo
a su vez el gorjeo del oscuro mirlo acongojado,
y
lloro bajo las sombras del abanico ajado
de
las melancólicas palmeras de mi isla solitaria.
Su
perlado rocío se adentra
en la selvática red de mi conciencia
en la selvática red de mi conciencia
desplegando
su livor en el clamor desnudo de la adelfa.
La
aurora escarlata embriaga los prados
al
compás de la música fácil
de
los zumbeantes moscardones verdes,
que
despliegan sus alas de amaranto
en el éter escarlata
en el éter escarlata
de
mi rabiosa primavera,
moldeada
de gruesas sombras, de jaspes yertos.
Balbuceo
palabras que ahogo en el incienso quemado
de
esta desahuciada rivera de mi vida: río cruel, helado,
como
un túmulo de acero hundido en las zarzamoras,
donde
se adivina la niebla estéril de mi vientre.
Canta
un cuco infatigable en su oscuro antro
buscando
una secreta dicha,
mientras
se desgarra la luz que se deshace
en
medio de un furtivo río de jengibre,
que
destila hondas tórridas.
En
la tierra empapada,
flota
el hedor azul de metileno
de
mi tarde inmadura, mutilada tal vez,
al
compás del alba bermeja
que
se desmaya entre la sangre púrpura
que
ondea en el cisne dormido del recuerdo.
Mi
cuerpo, como un árbol de mármol
espía
la música desnuda de los montes lejanos,
sumergidos
en su ácida luz
donde
yace insepulta la brújula de mis ensueños.
Ese
refulgente rubí que derrama hechizos,
y
que un día detuvo su fuego en mi pecho durante un instante,
impregnándome
con su olor a sexo ceremonial,
cual
anestesia otoñal de las caléndulas;
embalsamada
como el gorjeo artificial del ave fría.
Fue
dulce aquel tóxico etílico que filtró el amor
a
través del tejo fúnebre, que vive avergonzado
en
mi llanto de poeta, aún joven,
con su red de mármol,
con su red de mármol,
vergel
de ramajes ígneos;
mas cual silente cariátide,
contemplo
inmóvil mi sueño de blancura
¡Banal vestal enamorada!
Una
veta falaz de sol ceremonial
se
compadece de este viandante intergaláctico,
con
su remoto síndrome de culpabilidad,
solicitando
una brizna de vidrioso silencio
y
amagando con romper la botella vacía
de
mi desencantada ánima,
la
cual, enarbola su resaca de sabiduría
en
el turbio confín de la ensenada,
desterrándome
al harapiento mundo,
donde
aspiro a encontrar a alguien
que
acongojado por sus herrumbrosas cadenas
derrame
salobres lágrimas en las mazmorras de la noche hostil,
con
sus ajenjas églogas del oprobio.
Allí,
donde nunca amanece,
en
sus extramuros de alcohol y achicoria,
resquebrajado
por el honor congénito,
fámulo
de mi historia,
fantasma pálido de mi miseria.
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