jueves, 11 de abril de 2019

Infidelidades en el Harén


Infidelidades en el harén

 

Ghaisa, cuando tuvo ocasión, salió  al jardín. Allí se respiraba el apacible aliento de las flores y se puso a contemplar el firmamento. La luna, como un gigantesco disco escarlata,  proyectaba sus rayos hasta el estanque, donde podían reflejarse en su espejo dorado.
En aquel relax, se tumbó boca arriba sobre la fresca hierba. Cerró los ojos y empezó a recordar su alegre y feliz infancia.  
Pero jamás se le pasó por la imaginación que su padre el rey Naburta II, la entregara como trofeo al cumplir diecisiete años al Sultán Salhán Ven Arrid, en un modo de proteger las fronteras de su Reino, ante las posibles pretensiones expansionistas hacia el oeste para buscar el mar de dicho Sultán, como ya había ocurrido con otros reinos vecinos más pequeños situados al noroeste de sus fronteras; pero que poseían   costas bañadas por el mar siempre generoso y aquellos elementos que el actual Sultanato en un principio carecía. Florecientes oasis impregnados de verdor, y altas palmeras de dulces frutos.

El Sultán Salhán Ven Arrid, era un tipo de aspecto rudo y belicoso. Siempre iba protegido por su curva espada y afilada daga aprisionada en su funda ornamentada con piedras  preciosas dentro de su  fajín de seda amarilla. Su nariz aguileña  y ojos rasgados como una alimaña al amparo de la noche sombría, daban a su cara un semblante de terror. Quizá por ello, ninguno de sus súbditos se atrevía a mirarle directamente a sus bizqueantes  ojos.
Salhán Ven Arrid, vivía en la capital de su sultanato llamada Davian –Blen. Una ciudad fortificada  con gruesos muros y altas almenas. Debiéndose todo su esplendor  a base de robar y saquear a todos aquellos que pretendieron atravesar con valiosas mercancías  provenientes del oriente por los estrechos desfiladeros donde en sus orígenes tenía ubicada su tribu.
 En  el  majestuoso harén de su palacio, contaba con  trescientas cincuenta y ocho concubinas, incluyendo a Ghaisa, más cuatro esposas reconocidas, madre de sus actuales nueve hijos  varones y  tres hijas, que a buen seguro, no  se ruborizaría en lo más mínimo ofrecerlas como moneda de cambio para adquirir más caballos o camellos      que adiestrarían   para el combate de su ya numerosísimo ejército.  
Ghaisa había llegado a aquel harén justo hacía dieciocho días, y en él había podido comprobar que no faltaba ningún lujo y agradables acomodos. Desde impresionantes piscinas donde  poder ejercer sus baños en sus aguas transparentes y ropajes de finas sedas ornamentadas con flores y vistosas aves, hasta rasos transparentes que siempre dejaban al descubierto las bellas formas de aquellos cuerpos  agraciados con los finos encantos que cualquier hombre siempre desea para su deleite.

Desde el tiempo que llevaba Ghaisa en aquel harén, no había advertido que ninguna de las que pertenecían a aquel distinguido círculo, hubiese puesto alguna pega. Llevaban aquella vida, como si todas ellas hubieran nacido para tal fin, es decir, la de  satisfacer los deseos carnales del Sultán, con la única esperanza de que quizá, un día, sin saber cuándo se produciría dicho día, pudiesen pasar a sustituir a cualquiera de sus principales esposas y que de ese modo, sus hijos, pudiesen tener cierta influencia en las decisiones políticas o sociales.
 Cualquier chica joven con agraciados encantos, sabía perfectamente que, a la postre, únicamente serviría para satisfacer los deseos carnales de un hombre a cambio de un puñado de mugrientas cabras para complacer a su padre. Ghaisa lo que tenía claro es que ninguna de las que formaban parte de ese círculo, sentía un amor o afecto especial por aquel ser que, si ya vestido daba miedo, desnudo se podía decir que daba repelús y nunca pensó que, un hombre desnudo pudiese ser tan feo y produjera tanto asco. Sin embargo, al parecer, todas las mujeres de aquel harén querían hacer creer al Sultán que en la cama era un tipo fabuloso, un brioso semental de las que todas alcanzaban el clímax incluso antes de que ese clímax pudiese experimentarlo él mismo. Todas salían de su lecho con una sonrisa triunfadora. Aunque para bien o para mal, la vida, no se paraba con aquel acto, sino que por el contrario, la vida, como cualquier río, proseguía su curso, sin saber cual sería definitivamente su futuro. Ya que la belleza no siempre es eterna y por tanto, pasajera.

 Eran tiempos convulsos, y  en cualquier momento, se podía desatar  una guerra, por cualquier leve pretexto: que si un pastor había invadido con su rebaño los abrasados pastos del desierto vecino, o que la sequedad del clima propiciaba el aventurarse hasta los márgenes de un manso arroyo donde poder apacentar sus rebaños. Por no decir cualquier otra serie de pretextos etéreos, como que una estrella fugaz, había dibujado con ígneos destellos en el cielo un mensaje divino. Previniéndoles si no lo hacían en las calamidades que les iban a acontecer, una súbita tormenta de abrasadora arena, o el modo de galopar en el cielo de una nube errática que tuvo el atrevimiento de ocultar por unos segundos al rey de los astros.

El hijo mayor del sultán llamado Mustafá, quizá guiado por los consejos de su padre de cómo ser  un hombre poderoso, y seguir siéndolo durante muchas décadas, era su viva imagen y era el jefe de todos los ejércitos que contaban. En realidad podría decirse que el Sultán gobernaba y su hijo Mustafá, era el encargado de ejecutar todas sus decisiones. De sus últimas batallas había vuelto victorioso y de las prósperas ciudades que había convertido en tierra quemada, había vuelto cargado con todos sus tesoros. Y de la última, hacía seis años, colocado en su cabeza la corona de su anciano rey que había decapitado con el frío acero de su propia espada. Una ciudad que al igual que otras muchas, acabarían sus ruinas por ser cubiertas por las arenas de un desierto voraz e implacable.

Pero Mustafá, que siempre quería dejar todo totalmente zanjado, ignoraba que en la última ciudad que aparte de saquearla y quemarla, había habido un superviviente. Precisamente el hijo menor del rey decapitado por nombre Veladir y que por aquellas fechas contaba tan sólo con doce años. El cual, pudo huir al comprobar  su padre que las tropas de Mustafá muy superiores en número y sofisticados  armamentos acabaría por entrar, ya que una de las puertas principales de acceso a dicha ciudad, había quedado totalmente destrozada, por los enormes pedruscos que lanzaban sus  impresionantes catapultas, y huyó a petición de su padre por un pasadizo subterráneo hasta llegar al río....continuará.

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