Infidelidades en
el harén
Ghaisa,
cuando tuvo ocasión, salió al jardín.
Allí se respiraba el apacible aliento de las flores y se puso a contemplar el
firmamento. La luna, como un gigantesco disco escarlata, proyectaba sus rayos hasta el estanque, donde
podían reflejarse en su espejo dorado.
En
aquel relax, se tumbó boca arriba sobre la fresca hierba. Cerró los ojos y
empezó a recordar su alegre y feliz infancia.
Pero
jamás se le pasó por la imaginación que su padre el rey Naburta II, la
entregara como trofeo al cumplir diecisiete años al Sultán Salhán Ven Arrid, en
un modo de proteger las fronteras de su Reino, ante las posibles pretensiones
expansionistas hacia el oeste para buscar el mar de dicho Sultán, como ya había
ocurrido con otros reinos vecinos más pequeños situados al noroeste de sus
fronteras; pero que poseían costas bañadas por el mar siempre generoso y aquellos
elementos que el actual Sultanato en un principio carecía. Florecientes oasis
impregnados de verdor, y altas palmeras de dulces frutos.
El
Sultán Salhán Ven Arrid, era un tipo de aspecto rudo y belicoso. Siempre iba
protegido por su curva espada y afilada daga aprisionada en su funda
ornamentada con piedras preciosas dentro
de su fajín de seda amarilla. Su nariz
aguileña y ojos rasgados como una
alimaña al amparo de la noche sombría, daban a su cara un semblante de terror.
Quizá por ello, ninguno de sus súbditos se atrevía a mirarle directamente a sus
bizqueantes ojos.
Salhán
Ven Arrid, vivía en la capital de su sultanato llamada Davian –Blen. Una ciudad
fortificada con gruesos muros y altas
almenas. Debiéndose todo su esplendor a
base de robar y saquear a todos aquellos que pretendieron atravesar con
valiosas mercancías provenientes del
oriente por los estrechos desfiladeros donde en sus orígenes tenía ubicada su
tribu.
En
el majestuoso harén de su
palacio, contaba con trescientas
cincuenta y ocho concubinas, incluyendo a Ghaisa, más cuatro esposas
reconocidas, madre de sus actuales nueve hijos varones y
tres hijas, que a buen seguro, no
se ruborizaría en lo más mínimo ofrecerlas como moneda de cambio para
adquirir más caballos o camellos que
adiestrarían para el combate de su ya
numerosísimo ejército.
Ghaisa
había llegado a aquel harén justo hacía dieciocho días, y en él había podido
comprobar que no faltaba ningún lujo y agradables acomodos. Desde
impresionantes piscinas donde poder
ejercer sus baños en sus aguas transparentes y ropajes de finas sedas
ornamentadas con flores y vistosas aves, hasta rasos transparentes que siempre
dejaban al descubierto las bellas formas de aquellos cuerpos agraciados con los finos encantos que cualquier
hombre siempre desea para su deleite.
Desde
el tiempo que llevaba Ghaisa en aquel harén, no había advertido que ninguna de
las que pertenecían a aquel distinguido círculo, hubiese puesto alguna pega.
Llevaban aquella vida, como si todas ellas hubieran nacido para tal fin, es
decir, la de satisfacer los deseos
carnales del Sultán, con la única esperanza de que quizá, un día, sin saber
cuándo se produciría dicho día, pudiesen pasar a sustituir a cualquiera de sus
principales esposas y que de ese modo, sus hijos, pudiesen tener cierta
influencia en las decisiones políticas o sociales.
Cualquier chica joven con agraciados encantos,
sabía perfectamente que, a la postre, únicamente serviría para satisfacer los
deseos carnales de un hombre a cambio de un puñado de mugrientas cabras para
complacer a su padre. Ghaisa lo que tenía claro es que ninguna de las que
formaban parte de ese círculo, sentía un amor o afecto especial por aquel ser
que, si ya vestido daba miedo, desnudo se podía decir que daba repelús y nunca
pensó que, un hombre desnudo pudiese ser tan feo y produjera tanto asco. Sin
embargo, al parecer, todas las mujeres de aquel harén querían hacer creer al
Sultán que en la cama era un tipo fabuloso, un brioso semental de las que todas
alcanzaban el clímax incluso antes de que ese clímax pudiese experimentarlo él
mismo. Todas salían de su lecho con una sonrisa triunfadora. Aunque para bien o
para mal, la vida, no se paraba con aquel acto, sino que por el contrario, la
vida, como cualquier río, proseguía su curso, sin saber cual sería
definitivamente su futuro. Ya que la belleza no siempre es eterna y por tanto,
pasajera.
Eran tiempos convulsos, y en cualquier momento, se podía desatar una guerra, por cualquier leve pretexto: que
si un pastor había invadido con su rebaño los abrasados pastos del desierto
vecino, o que la sequedad del clima propiciaba el aventurarse hasta los
márgenes de un manso arroyo donde poder apacentar sus rebaños. Por no decir
cualquier otra serie de pretextos etéreos, como que una estrella fugaz, había
dibujado con ígneos destellos en el cielo un mensaje divino. Previniéndoles si
no lo hacían en las calamidades que les iban a acontecer, una súbita tormenta
de abrasadora arena, o el modo de galopar en el cielo de una nube errática que
tuvo el atrevimiento de ocultar por unos segundos al rey de los astros.
El
hijo mayor del sultán llamado Mustafá, quizá guiado por los consejos de su
padre de cómo ser un hombre poderoso, y
seguir siéndolo durante muchas décadas, era su viva imagen y era el jefe de
todos los ejércitos que contaban. En realidad podría decirse que el Sultán
gobernaba y su hijo Mustafá, era el encargado de ejecutar todas sus decisiones.
De sus últimas batallas había vuelto victorioso y de las prósperas ciudades que
había convertido en tierra quemada, había vuelto cargado con todos sus tesoros.
Y de la última, hacía seis años, colocado en su cabeza la corona de su anciano
rey que había decapitado con el frío acero de su propia espada. Una ciudad que
al igual que otras muchas, acabarían sus ruinas por ser cubiertas por las
arenas de un desierto voraz e implacable.
Pero
Mustafá, que siempre quería dejar todo totalmente zanjado, ignoraba que en la
última ciudad que aparte de saquearla y quemarla, había habido un
superviviente. Precisamente el hijo menor del rey decapitado por nombre Veladir
y que por aquellas fechas contaba tan sólo con doce años. El cual, pudo huir al
comprobar su padre que las tropas de
Mustafá muy superiores en número y sofisticados
armamentos acabaría por entrar, ya que una de las puertas principales de
acceso a dicha ciudad, había quedado totalmente destrozada, por los enormes
pedruscos que lanzaban sus
impresionantes catapultas, y huyó a petición de su padre por un pasadizo
subterráneo hasta llegar al río....continuará.
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