El
murciélago por lo visto en un principio era tal y como lo conocemos hoy día;
pero en vistas de que todos los pájaros tenían plumas de brillantes colores y él
tenía sus alas desnudas, se le ocurrió subir al cielo y le pidió le fuesen
concedidas plumas al Creador, como había visto en otros animales que volaban.
Pero el Creador no tenía plumas, así que
le recomendó bajar de nuevo a la tierra y pedir una a cada ave. Y así lo hizo
el murciélago, eso sí, recurriendo solamente a las aves con las plumas más
vistosas y de más colores.
Cuando acabó
su recorrido, el murciélago se había hecho con un gran número de plumas que
envolvían su cuerpo. Consciente de su belleza, volaba mostrándola orgulloso a
todos los pájaros, que paraban su vuelo para admirarle. Agitaba sus alas ahora
emplumadas, aleteando feliz y con cierto aire de prepotencia. Una vez con un
eco de su vuelo, creó el arco iris. Era todo belleza.
Pero era
tanto su orgullo, que la soberbia lo transformó en un ser cada vez más ofensivo
para el resto de las aves.
Con su
continuo pavoneo, hacía sentirse insignificantes a cuantos estaban a su lado,
sin importar las cualidades que ellos tuvieran fruto de la creación. Algunos
pájaros como el jilguero, el verderón o la oropéndola, le reprochaban de no
llegar a ser dueños de una décima parte de su belleza.
Cuando el
Creador vio que el murciélago no se contentaba con disfrutar de sus nuevas
plumas, sino que las usaba para humillar a los demás, le pidió que subiera al
cielo, donde también se pavoneó y aleteó feliz. Aleteó y aleteó, mientras sus
plumas se desprendían una a una, descubriéndose de nuevo desnudo como al
principio.
Durante todo
el día llovieron plumas del cielo. Y desde entonces, nuestro murciélago ha
permanecido desnudo, retirándose a vivir en cuevas y lugares umbríos como éste añoso castillo,
olvidando su sentido de la vista para no tener que recordar todos los colores
que una vez tuvo y perdió.”
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