viernes, 12 de octubre de 2018

Lo enterraron al amanecer Relato"


A  Miguel Gutiérrez Fuensanta, le horrorizaba la noche. Ya con los  primeros rayos del crepúsculo su cuerpo empezaba a experimentar una especie de convulsiones incontroladas, un tic nervioso en el cuello y a veces, un sudor frío, recorría su semblante. Durante su edad juvenil, nunca se le vio a partir de ciertas horas en locales de ambiente, llámese bares  o discotecas. Se refugiaba en su casa poniendo cualquier clase de pretexto. Debido a aquellas rarezas, lógico es pues suponer que nunca se le viera hablando con una mujer, dado que los días de fiesta, a lo que estas salían él marchaba.
Miguel Gutiérrez Fuensanta  era hijo único, y cuando nació, su padre depositó todas sus esperanzas en aquel vástago  que seguiría  con la saga de los Gutiérrez  y con su hacienda; pero dada a su actitud, creyó incluso que pudiera ser “marica” –Vaya mala suerte he tenido se decía, pues Miguel Gutiérrez Fuensanta, ya con veintiún años cumplidos, y con ese desapego hacia las hembras, hacía que su padre pensara que posiblemente le había salido amanerado, pues él a su edad ya había tenido tres novias,  y en una ocasión llegó  flirtear con dos mozas a la vez.
Aquello le preocupaba tanto que intentó apañar una boda, aunque no fuese más que para guardar el buen nombre de los Gutiérrez, eligiendo a la hija de un terrateniente del pueblo  que por casualidad, sus fincas colindaban.
La hija del terrateniente en cuestión se llamaba Azucena. Le pusieron el nombre de esa flor porque al nacer destacaba por su blancura. Creció vigorosa y sana, como un” rollito de nieve” según alardeaba siempre su abuela. Sus ojos eran grandes y claros, mezcla de verdes y azules, -como deberían ser todos los ojos-  Sus cabellos eran rubios, como un campo de girasoles vertidos al sol. Azucena con unos encantos sobrenaturales podía sin ningún esfuerzo conquistar a cualquier hombre, y de hecho era centro de admiración de todos los jóvenes y no tan jóvenes de los alrededores. Aunque quizá, todos la viesen demasiado atractiva, inalcanzable, pues Azucena parecía estar subida en un pedestal tan alto que todos se echaban para atrás en las relaciones serias, al pensar  que no era posible que aquella belleza fuera afijarse en ellos, ya que  aquel cuerpo era digno de alzarse a los altares o al trono de algún reino.

 
Por eso, cuando Pedro Gutiérrez,  propuso al rico  terrateniente que podrían pactar un matrimonio con el objeto último de que sus haciendas crecieran, el terrateniente no lo dudó, no fuese a darse el caso, de que a su hija la conquistase algún Casanova  que no tuviera un real donde caerse muerto. Ya que visto lo que por aquellos alrededores había, mejor era pues amarrar a su hija a un  matrimonio con Miguel Gutiérrez Fuensanta, ya que no había oído que antes cortejase a mujer alguna,  a lo que Pedro Gutiérrez, argumentaba que era debido a su timidez, pero que estas cosas, pasan y se pasan.
Cuando se produjo el acontecimiento de la boda de Miguel Gutiérrez Fuensanta, con Azucena, la voz se corrió como la pólvora por todo el valle. No habiendo pocos hombres que envidiaron aquella situación, y como más de alguno le diría,  sin ningún tipo de recato de “Vaya suerte has tenido al casarte con Azucena” o “Quien hubiera podido imaginar que fueses precisamente tú quien se llevara a la más esplendorosa flor del valle.”
 
Miguel Gutiérrez Fuensanta, llevaba con tanto  entusiasmo las tierras de su padre y los varios cientos de vacas pirenaicas, que sorprendía incluso a su propio padre, pero el hecho de pasar tanto tiempo cuidando sus negocios hacía que en ocasiones llegara tan rendido a casa que no tenía ganas ni aún de hacer el amor con Azucena, la cual ya estaba poniendo en duda su hombría, pues  todas las parejas que conocía, a los nueve meses reglamentarios ya tenían descendencia, y ellos, ya llevaban un año de casados y aún no habían sido capaces de concebir un hijo.
“Será machorra la Azucena” se empezaba a comentar por los corrillos de los bares, a lo que más de alguno sacó ardientemente la cara por Azucena y culpaban a Miguel Gutiérrez Fuensanta, de no saber hacer sus deberes conyugales.
Lo que estaba claro es que alguno de los dos fallaba y para sus adentros ambos se echaban la culpa.
 Para Azucena, aquella situación le resultaba bastante embarazosa y siendo que aún estaba de buen ver, pues seguía siendo el centro de atracción allá por donde pasaba, un día se preguntó de por qué no podría hacerlo con cualquiera de sus muchos admiradores, y fue a fijarse en el panadero. Un hombre de unos treinta años, que ya tenía bien probada su hombría al contar ya con seis hijos. De modo que un día, al ir a comprar el pan, le dejó caer algunas insinuaciones sobre su insatisfacción sexual, y desde esos momentos el panadero se convirtió en su secreto amante.
 
Un día de primavera en que las hormonas sexuales suelen estar más activadas, y aprovechando  la hora de la siesta,   le pareció oportuno a Miguel Gutiérrez Fuensanta el hacer el amor con su esposa, a fin de cuentas  pensó  que por ley toda aquella esplendorosa y prietas carnes le pertenecían; pero al acercarse a Azucena, e intentar ofrecerle alguna carantoña, Azucena trató de esquivarlo aludiendo a que olía a estiércol y a vacas, lo que llevó a pensar a Miguel Gutiérrez Fuensanta, que con el tiempo que había transcurrido sin hacerle el amor y dado a lo ardiente que por naturaleza era Azucena, aquella negación debía de ser causa de que se habría buscado algún amante. Además aquella mañana había estado recolectando heno, y eso era una cosa que debía de ser considerada como algo agradable, dado que es agradable todo lo que florece de la tierra.  De modo que al recibir aquel rotundo no por respuesta, un aluvión de incertidumbres volaron hasta estancarse en su mente; pero lo que más prevaleció fue el de “¿me la estará pegando con otro?” De modo que para salir de dudas le comunicó que mañana tendría que ir hasta la capital del partido para comprar semillas, y que lo más probable es que no regresara hasta el anochecer.
A la mañana siguiente Miguel Gutiérrez Fuensanta, se colocó la ropa nueva y se despidió de su esposa, dejándole advertido de que no le esperase para comer, ya que lo más seguro es que llegara cuando comenzaran a rallar el crepúsculo, pues seguía teniendo miedo a la noche  por la oscuridad con sus rumores y misterios infinitos.
Miguel Gutiérrez Fuensanta dio un ligero rodeo y volvió a la finca donde haría el tiempo debido hasta la hora del mediodía. Y cuando el sol  proyectaba sus perpendiculares lanzas, decidió volver a su casa. Al llegar, en vez de entrar por la puerta principal como en él siempre era costumbre, entró por el corralón, es decir por la puerta trasera. Sigiloso y como si estuviese jugando al escondite, se acercó hasta la habitación, para comprobar de  primera mano las sorpresas que el destino le tenía deparado. El destino estaba siendo cruel, pues haciendo oreja en la puerta de su dormitorio pudo escuchar unos gemidos, mezcla de excitación y de éxtasis.” Otra vez, házmelo otra vez” oyó decir.  La voz era la de su esposa, no tenía ninguna duda-. “Ya es tarde y es la hora de  comer y en casa me van a echar en falta, ya volveré otro día”- oyó decir-. Además en cualquier momento se puede presentar tu marido.




 
-Que no, que no vendrá hasta bien entrada la tarde, pues a estas horas estará llegando a la  capital del partido. Además estás más bueno que el pan que fabricas.

La voz del hombre la había reconocido era la del panadero quien estaba regando el fresco vergel de Azucena con las ardientes aguas del paraíso.
El sentirse un cornudo le sacaba de quicio, tanto como la noche, por eso, en esos momentos, un tic nervioso le apareció en el cuello de forma repentina, por eso aprovechando el esplendor del día decidió acabar con su vida colgándose en lo más alto de la higuera del corralón.
Nunca había sido valiente y el hacer aquel acto supondría para él toda una heroicidad. Partió un trozo de soga del pozo, hizo un nudo corredizo y se lo pasó alrededor del cuello. Y tras trepar unos cuatro metros y sujetar la soga en una gruesa rama, miró al vacío. Sabía que le faltaban sólo unos segundos de vida; pero en esos momentos, toda su vida pasó por delante de él como una veloz saeta. Recordaba cuando niño se burlaban de él y los otros chiquillos de su misma edad le quitaban casi todos los días el bocadillo que se llevaba a la escuela, para comérselo a la hora del recreo. Nunca se encaró con ninguno de ellos pensando que quizá ellos arrastraban más hambre que él, y aquel hurto se lo tomaba con infinita resignación y complacencia, pero que daban pie para que los chiquillos de su edad lo conociesen con el apelativo de “cagueta” 
Unos segundos, unos segundos tan solo, mediaban entre la vida y la muerte. ¿Sería capaz de cerrar de golpe la puerta de la cobardía arrojándose al vacío?- ¡Cagón, más que cagón! ¿A qué no te atreves? Le decían uno a uno los niños que en su infancia le robaban el bocadillo a la hora del recreo, con una risa despiadada y burlona.
Miguel Gutiérrez Fuensanta se lanzó al vacío. Por primera vez en su vida había sido un valiente…
 
Azucena para entonces ya iba con el tercer plato  de su festín amoroso junto al panadero y cuando ambos creyeron conveniente el dejarlo para otra ocasión, Azucena le indicó que saliera por la puerta de atrás, por el corralón, para de esa manera evitar miradas  indiscretas.
Cuál no sería el sobresalto que se llevó el panadero cuando al pasar por debajo de la higuera vio aquellos ojos fríos que le miraban sin pestañear.
 
¡¡¡Azucena…, Azucena…!!! –, gritó el panadero a pleno pulmón-. Tu marido…, tu marido nos ha debido de sorprender y se ha colgado en la higuera, como lo hizo Judas Iscariote. 
Tras llamar a las autoridades competentes, Miguel Gutiérrez Fuensanta fue descolgado de la higuera, no hallándole ninguna nota escrita dirigida al juez de paz, solo fue encontrada una nota en una de sus faltriqueras en la que ponía:

“Nací para vivir.
Crecí para soñar.
Más soñando sufrí.
Pues sufrí por amar.”
Fue enterrado casi en secreto con los primeros albores del alba. Quizá intentaron complacerle en su último deseo y lo enterraron a la hora del día que más le gustaba “el amanecer”, como eligen los reos que han cometido un asesinato, con la salvedad de que estos últimos al menos los sepultan cristianamente. Sin embargo a Miguel Gutiérrez Fuensanta, se le negó sepultura en el panteón familiar del cementerio y fue enterrado en la base de la higuera donde encontró el valor suficiente para quitarse del medio.  Su entierro se celebró en la más estricta intimidad, pues sólo acudieron algunos miembros de su familia y curiosamente también lo hizo el panadero.

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