A Miguel Gutiérrez Fuensanta, le horrorizaba la
noche. Ya con los primeros rayos del
crepúsculo su cuerpo empezaba a experimentar una especie de convulsiones
incontroladas, un tic nervioso en el cuello y a veces, un sudor frío, recorría
su semblante. Durante su edad juvenil, nunca se le vio a partir de ciertas
horas en locales de ambiente, llámese bares
o discotecas. Se refugiaba en su casa poniendo cualquier clase de
pretexto. Debido a aquellas rarezas, lógico es pues suponer que nunca se le
viera hablando con una mujer, dado que los días de fiesta, a lo que estas
salían él marchaba.
Miguel Gutiérrez Fuensanta era hijo único, y cuando nació, su padre depositó todas sus esperanzas en aquel vástago que seguiría con la saga de los Gutiérrez y con su hacienda; pero dada a su actitud, creyó incluso que pudiera ser “marica” –Vaya mala suerte he tenido se decía, pues Miguel Gutiérrez Fuensanta, ya con veintiún años cumplidos, y con ese desapego hacia las hembras, hacía que su padre pensara que posiblemente le había salido amanerado, pues él a su edad ya había tenido tres novias, y en una ocasión llegó flirtear con dos mozas a la vez.
Aquello le preocupaba tanto que intentó apañar una boda, aunque no fuese más que para guardar el buen nombre de los Gutiérrez, eligiendo a la hija de un terrateniente del pueblo que por casualidad, sus fincas colindaban.
Miguel Gutiérrez Fuensanta era hijo único, y cuando nació, su padre depositó todas sus esperanzas en aquel vástago que seguiría con la saga de los Gutiérrez y con su hacienda; pero dada a su actitud, creyó incluso que pudiera ser “marica” –Vaya mala suerte he tenido se decía, pues Miguel Gutiérrez Fuensanta, ya con veintiún años cumplidos, y con ese desapego hacia las hembras, hacía que su padre pensara que posiblemente le había salido amanerado, pues él a su edad ya había tenido tres novias, y en una ocasión llegó flirtear con dos mozas a la vez.
Aquello le preocupaba tanto que intentó apañar una boda, aunque no fuese más que para guardar el buen nombre de los Gutiérrez, eligiendo a la hija de un terrateniente del pueblo que por casualidad, sus fincas colindaban.
La hija del
terrateniente en cuestión se llamaba Azucena. Le pusieron el nombre de esa flor
porque al nacer destacaba por su blancura. Creció vigorosa y sana, como un”
rollito de nieve” según alardeaba siempre su abuela. Sus ojos eran grandes y
claros, mezcla de verdes y azules, -como deberían ser todos los ojos- Sus cabellos eran rubios, como un campo de
girasoles vertidos al sol. Azucena con unos encantos sobrenaturales podía sin
ningún esfuerzo conquistar a cualquier hombre, y de hecho era centro de
admiración de todos los jóvenes y no tan jóvenes de los alrededores. Aunque
quizá, todos la viesen demasiado atractiva, inalcanzable, pues Azucena parecía
estar subida en un pedestal tan alto que todos se echaban para atrás en las
relaciones serias, al pensar que no era
posible que aquella belleza fuera afijarse en ellos, ya que aquel cuerpo era digno de alzarse a los
altares o al trono de algún reino.
Por eso, cuando Pedro
Gutiérrez, propuso al rico terrateniente que podrían pactar un
matrimonio con el objeto último de que sus haciendas crecieran, el
terrateniente no lo dudó, no fuese a darse el caso, de que a su hija la
conquistase algún Casanova que no
tuviera un real donde caerse muerto. Ya que visto lo que por aquellos
alrededores había, mejor era pues amarrar a su hija a un matrimonio con Miguel Gutiérrez Fuensanta, ya
que no había oído que antes cortejase a mujer alguna, a lo que Pedro Gutiérrez, argumentaba que era
debido a su timidez, pero que estas cosas, pasan y se pasan.
Cuando se produjo el
acontecimiento de la boda de Miguel Gutiérrez Fuensanta, con Azucena, la voz se
corrió como la pólvora por todo el valle. No habiendo pocos hombres que
envidiaron aquella situación, y como más de alguno le diría, sin ningún tipo de recato de “Vaya suerte has
tenido al casarte con Azucena” o “Quien hubiera podido imaginar que fueses
precisamente tú quien se llevara a la más esplendorosa flor del valle.”
Miguel Gutiérrez
Fuensanta, llevaba con tanto entusiasmo
las tierras de su padre y los varios cientos de vacas pirenaicas, que
sorprendía incluso a su propio padre, pero el hecho de pasar tanto tiempo
cuidando sus negocios hacía que en ocasiones llegara tan rendido a casa que no
tenía ganas ni aún de hacer el amor con Azucena, la cual ya estaba poniendo en
duda su hombría, pues todas las parejas
que conocía, a los nueve meses reglamentarios ya tenían descendencia, y ellos,
ya llevaban un año de casados y aún no habían sido capaces de concebir un hijo.
“Será machorra la
Azucena” se empezaba a comentar por los corrillos de los bares, a lo que más de
alguno sacó ardientemente la cara por Azucena y culpaban a Miguel Gutiérrez
Fuensanta, de no saber hacer sus deberes conyugales.
Lo que estaba claro es
que alguno de los dos fallaba y para sus adentros ambos se echaban la culpa.
Para Azucena, aquella situación le resultaba
bastante embarazosa y siendo que aún estaba de buen ver, pues seguía siendo el
centro de atracción allá por donde pasaba, un día se preguntó de por qué no
podría hacerlo con cualquiera de sus muchos admiradores, y fue a fijarse en el
panadero. Un hombre de unos treinta años, que ya tenía bien probada su hombría
al contar ya con seis hijos. De modo que un día, al ir a comprar el pan, le
dejó caer algunas insinuaciones sobre su insatisfacción sexual, y desde esos
momentos el panadero se convirtió en su secreto amante.
Un día de primavera en
que las hormonas sexuales suelen estar más activadas, y aprovechando la hora de la siesta, le pareció oportuno a Miguel Gutiérrez
Fuensanta el hacer el amor con su esposa, a fin de cuentas pensó
que por ley toda aquella esplendorosa y prietas carnes le pertenecían;
pero al acercarse a Azucena, e intentar ofrecerle alguna carantoña, Azucena
trató de esquivarlo aludiendo a que olía a estiércol y a vacas, lo que llevó a
pensar a Miguel Gutiérrez Fuensanta, que con el tiempo que había transcurrido
sin hacerle el amor y dado a lo ardiente que por naturaleza era Azucena,
aquella negación debía de ser causa de que se habría buscado algún amante.
Además aquella mañana había estado recolectando heno, y eso era una cosa que
debía de ser considerada como algo agradable, dado que es agradable todo lo que
florece de la tierra. De modo que al
recibir aquel rotundo no por respuesta, un aluvión de incertidumbres volaron
hasta estancarse en su mente; pero lo que más prevaleció fue el de “¿me la
estará pegando con otro?” De modo que para salir de dudas le comunicó que
mañana tendría que ir hasta la capital del partido para comprar semillas, y que
lo más probable es que no regresara hasta el anochecer.
A la mañana siguiente
Miguel Gutiérrez Fuensanta, se colocó la ropa nueva y se despidió de su esposa,
dejándole advertido de que no le esperase para comer, ya que lo más seguro es
que llegara cuando comenzaran a rallar el crepúsculo, pues seguía teniendo
miedo a la noche por la oscuridad con
sus rumores y misterios infinitos.
Miguel Gutiérrez
Fuensanta dio un ligero rodeo y volvió a la finca donde haría el tiempo debido
hasta la hora del mediodía. Y cuando el sol
proyectaba sus perpendiculares lanzas, decidió volver a su casa. Al
llegar, en vez de entrar por la puerta principal como en él siempre era
costumbre, entró por el corralón, es decir por la puerta trasera. Sigiloso y
como si estuviese jugando al escondite, se acercó hasta la habitación, para
comprobar de primera mano las sorpresas
que el destino le tenía deparado. El destino estaba siendo cruel, pues haciendo
oreja en la puerta de su dormitorio pudo escuchar unos gemidos, mezcla de
excitación y de éxtasis.” Otra vez, házmelo otra vez” oyó decir. La voz era la de su esposa, no tenía ninguna
duda-. “Ya es tarde y es la hora de
comer y en casa me van a echar en falta, ya volveré otro día”- oyó decir-.
Además en cualquier momento se puede presentar tu marido.
-Que no, que no vendrá
hasta bien entrada la tarde, pues a estas horas estará llegando a la capital del partido. Además estás más bueno
que el pan que fabricas.
La voz del hombre la
había reconocido era la del panadero quien estaba regando el fresco vergel de
Azucena con las ardientes aguas del paraíso.
El sentirse un cornudo
le sacaba de quicio, tanto como la noche, por eso, en esos momentos, un tic
nervioso le apareció en el cuello de forma repentina, por eso aprovechando el
esplendor del día decidió acabar con su vida colgándose en lo más alto de la
higuera del corralón.
Nunca había sido
valiente y el hacer aquel acto supondría para él toda una heroicidad. Partió un
trozo de soga del pozo, hizo un nudo corredizo y se lo pasó alrededor del
cuello. Y tras trepar unos cuatro metros y sujetar la soga en una gruesa rama,
miró al vacío. Sabía que le faltaban sólo unos segundos de vida; pero en esos
momentos, toda su vida pasó por delante de él como una veloz saeta. Recordaba
cuando niño se burlaban de él y los otros chiquillos de su misma edad le
quitaban casi todos los días el bocadillo que se llevaba a la escuela, para
comérselo a la hora del recreo. Nunca se encaró con ninguno de ellos pensando
que quizá ellos arrastraban más hambre que él, y aquel hurto se lo tomaba con
infinita resignación y complacencia, pero que daban pie para que los chiquillos
de su edad lo conociesen con el apelativo de “cagueta”
Unos segundos, unos
segundos tan solo, mediaban entre la vida y la muerte. ¿Sería capaz de cerrar
de golpe la puerta de la cobardía arrojándose al vacío?- ¡Cagón, más que cagón!
¿A qué no te atreves? Le decían uno a uno los niños que en su infancia le
robaban el bocadillo a la hora del recreo, con una risa despiadada y burlona.
Azucena para entonces
ya iba con el tercer plato de su festín
amoroso junto al panadero y cuando ambos creyeron conveniente el dejarlo para
otra ocasión, Azucena le indicó que saliera por la puerta de atrás, por el
corralón, para de esa manera evitar miradas
indiscretas.
Cuál no sería el
sobresalto que se llevó el panadero cuando al pasar por debajo de la higuera
vio aquellos ojos fríos que le miraban sin pestañear.
¡¡¡Azucena…, Azucena…!!!
–, gritó el panadero a pleno pulmón-. Tu marido…, tu marido nos ha debido de
sorprender y se ha colgado en la higuera, como lo hizo Judas Iscariote.
Tras llamar a las
autoridades competentes, Miguel Gutiérrez Fuensanta fue descolgado de la
higuera, no hallándole ninguna nota escrita dirigida al juez de paz, solo fue
encontrada una nota en una de sus faltriqueras en la que ponía:
“Nací para vivir.
Crecí para soñar.
Más soñando sufrí.
Pues sufrí por amar.”
Fue enterrado casi en
secreto con los primeros albores del alba. Quizá intentaron complacerle en su
último deseo y lo enterraron a la hora del día que más le gustaba “el
amanecer”, como eligen los reos que han cometido un asesinato, con la salvedad
de que estos últimos al menos los sepultan cristianamente. Sin embargo a Miguel
Gutiérrez Fuensanta, se le negó sepultura en el panteón familiar del cementerio
y fue enterrado en la base de la higuera donde encontró el valor suficiente
para quitarse del medio. Su entierro se
celebró en la más estricta intimidad, pues sólo acudieron algunos miembros de
su familia y curiosamente también lo hizo el panadero.
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