sábado, 6 de octubre de 2018

Agonías de un roble centenario


AGONIAS DE UN ROBLE CENTENARIO


 

 

Aún recuerdo cuando me desprendí de mi padre, el viejo roble, cayendo inerte en el suelo húmedo, hace de esto ciento cincuenta años. Tuve la suerte de ser un fruto no devorado por los distintos animales que de bellotas se sustentan, de tal modo que acompañado por los favorables designios de las estaciones pude germinar y brotar con fuerza una lluviosa primavera.

Crecí a la sombra de mi progenitor, que a los diez años de mi existencia fue talado, quizá para elaborar con su noble y robusto tronco, diversos objetos de ebanistería y con sus rugosas ramas, cortadas a violentos golpes de hacha, con la seguridad de que sirviesen para alimentar la lumbre que los lugareños y campesinos practican  bien en el hogar de sus viviendas o en los caseríos, en sus guisos o como fuente de calor en el gélido invierno.

 Ese tipo de muerte es la que todo buen árbol que así se precie aspira. Yo ese tipo de muerte es la que esperaba recibir, después de que me dejasen vivir al menos un tercio de lo que puede suponer mi longeva vida, y que después fuese tratada mi madera dura y noble, noblemente,  convirtiendo todas  las fibras de  mi tronco en armarios, sillas, mesas, etc. para disfrute y gozo del hombre (el ser creado por Dios a su imagen y semejanza) con el objeto de hacer su vida más llevadera y confortable.

Mas no fue así, dado que después de ciento cincuenta años sufriendo las embestidas rigurosas del clima e incluso sintiendo estremecer la tierra por los zumbidos atronadores de las bombas, los silbidos penetrantes de las balas y los gritos desgarrados de los heridos, caídos en el fragor de los combates, el año pasado caí abatido, no por los crudos golpes del hacha, ni por las segadoras motosierras, sino ante el diluvio de fuego que originó Juan González con diez litros de gasolina.

Lo vi llegar con pasos vacilantes, sus botas de militar producían chasquidos en las ramas secas del suelo, pues de muchas de ellas había tenido que desprenderme, debido a la pertinaz sequía que nos azota en esta última década. Aquel día, hacía un calor sofocante, de mi subsuelo ya había agotado todos los frescos veneros, que en otros tiempos eran tan frecuentes, de tal forma que podía absorberlos con mis poderosas raíces.
 

Se plantó ante mí, miró mi copa todavía ancha y favorecida y le oí exclamar las siguientes frases: “Tú, árbol, no tienes la culpa, perdóname, mis iras en realidad no son contra ti, que das confortable sombra cuando los  rigurosos rayos veraniegos del sol fustigan con intensidad; eres parapeto contra los fuertes vientos invernales y das cobijo a infinidad de aves cantoras y silbadoras, las cuales sé que van a quedar sin hogar. Mi colérica ira es contra la sociedad que me rodea, aquella que por tener un puesto de trabajo y cierta posición social, hacen oídos sordos ante las quejas de los que no tenemos nada, y en esa infinita nada nos ahogamos diariamente. Mientras ellos disfrutan de una vida placentera y todos los fines de semana y vacaciones se aprovechan de la naturaleza, ella, que generosa, no hace distinciones sociales, acogiendo en su seno a todos los seres, aunque  vivan opíparamente intentando crearse su propio mundo, un mudo que es ajeno a la realidad de mi mundo. Por eso, una forma de vengarme de ellos, es destruyendo sus lugares de esparcimiento, recreo y gozo. Sé que de esta manera sufrirán, no más de lo que yo sufriré; pero seremos todos y no siempre los mismos.”

Juan González, se metió la mano en una de sus faltriqueras y sacó una mecha que tendría unos cinco metros de larga y después de unirla a una de las garrafas de cinco litros de gasolina le prendió fuego con un mechero que hasta incluso se le resistió a ofrecer su trémula llama, para después salir corriendo con la  otra garrafa de cinco  litros de gasolina y perderse entre los abrojos y la espesura del bosque.
 

 Pedí auxilio, y algunos reyezuelos y verderones volaron en derredor ante los primeros flujos de humo de la mecha retardada.

Los nítidos colores del bosque cambiaron hasta hacerse borrosos e imprecisos, y al instante, un brillo sorprendente e intensísimo dio a los árboles un aspecto de imágenes espectrales y diabólicas que me hizo temblar. Pupilas demoníacas, de una viveza feroz y fantasmal, se clavaron en mí desde cien lugares diferentes y resplandecían con el cárdeno fulgor del fuego que mi imaginación quería y no podía considerar irreal.

En el momento que inhalaba el espeso humo, hería mi olfato por su vaho cual hierro enrojecido.

Las llamas sofocantes se extendían por mi tronco y un resplandor más profundo a cada instante se reflejaba en mis ojos, que expiaban mi agonía. Un rojo cada vez más carmesí se difundía por mis ramas como un géiser electrizante de sangre.

Exhausto jadeaba, respiraba con dificultad. ¡No podía ser que existiese un horror mayor! No había duda sobre los designios de mi verdugo, el más inexorable, el más demoníaco de todos los hombres. Lloraba por la abrasadora destrucción a que estaba siendo sometido, junto a otros árboles circunstantes que habían logrado brotar por mis postrimerías.

No obstante, durante un segundo de desvarío, mi espíritu rehusaba admitir el significado de la magna desdicha que veía y sentía. Al fin aquello se impuso, abriendo el camino a mi alma, grabándose el fuego en mi corazón estremecido. No me quedó voz para gritar ¡qué horror! Cualquier horror menos este. El calor aumentaba rápidamente y una vez más levanté los ojos al cielo suplicando; su espejo azul turquesa había tornado a un gris plomizo.

Me esforzaba en vano por comprender la razón de lo que estaba ocurriendo en  entorno de mí, pero no hubo tiempo para la duda. La venganza de mi inquisidor era horrenda y él, el rey de los horrores.

Las llamas oprimieron definitivamente mi copa, que tornó en ascuas enrojecidas. Por último, mi chamuscado y encogido tronco, quedó aprisionado tras oír  un fuerte resonar de numerosas trompetas, quizá apocalípticas, ante las cuales, mis dolores se eclipsaron y encontré la eterna paz.

En mi dilatada existencia, nunca antes había pasado dos horas más largas y más amargas; solamente se podrían igualar a aquellas horas trágicas cuando presencié la encarnizada batalla entre  carlistas y liberales en Montejurra (1873) de la que aún resuenan en mis tímpanos los quejidos de dolor de los  heridos  (Esta guerra tuvo su origen en el pleito sucesorio que se planteó al morir Fernando VII y que enfrentó a los partidarios de su hija  Isabel, a los del  príncipe Carlos, aunque en realidad las causas más hondas eran en el plano político, la pugna entre dos ideologías completamente opuestas: la de los defensores a ultranza del Antiguo Régimen, llamados apostólicos, y los que propugnaban una transformación liberal).
 

Esos mismos quejidos yo expresaba, pero nadie me oía; parecía que ese día el mundo entero estuviese echándose la siesta. Hasta los aviones que surcan el espacio, ese preciso día se retrasaron (después me enteré de que estaban en huelga los controladores de las líneas aéreas).

Cuando el  fuego empezó a devorarme las entrañas, Juan González, estaba dejándose ver en el pueblo vecino, e incluso incitó a algunos jubilados a echar unas partidas de mus. Hasta que el humo no formó una columna trémula de varios kilómetros de altura, no descubrieron los aldeanos la magnitud de la tragedia que en el bosque se estaba produciendo. Cuando al final llamaron a los equipos de rescate y al parque de bomberos, aquel infierno apocalíptico había arrasado ya quinientas hectáreas, y hasta que fue  completamente extinguido con la ayuda de los modernos hidroaviones, unas tres mil hectáreas quedaron completamente calcinadas. Paradójicamente, Juan González, ayudó a dicha extinción, que él mismo había provocado en distintos  puntos del bosque. Lo vi cómo me echaba una prolongada mirada de arriba a abajo, al tiempo que le brotaban dos hilillos de ardientes lágrimas de sus ojos pardos y rasgados. Iba tiznado a la vez que sudoroso, y en cierta manera le encontré un gesto de inequívoco arrepentimiento, aunque el daño irremediablemente ya estuviese causado.

Los árboles y la tierra eran  espectrales, silenciosos, muertos, al no agitarlos el menor soplo de brisa. El viento de la tarde había caído, sólo soplaba una ligera brisa, semejante a mi último suspiro. Las sombras eran negras y sin el menor matiz, y los lugares calcinados, desprovistos de su fresco verdor percibían los secretos movimientos de los conejos y los ratones campestres,  desgarrados estos por el dolor y el calor. Las zorras, casi invisibles, se deslizaban husmeando con sus agudos hocicos en busca de cena de sangre caliente, mientras una lechuza tiznada, con un tenebroso temor agitaba sus alas impregnadas de nostalgia.

Muchos fueron los árboles calcinados y muchos los animales que murieron, bien como consecuencia de las llamas o del tóxico humo. Algunas serrerías y fábricas de elaborar papel, se interesaron rápidamente por los resquicios de nuestra madera, dado que la compraron a bajo precio o más bien a precio de saldo.
 

Y aquí estoy ahora, convertido en un banco de un parque modesto, de un pueblo pequeño, incluso desentonando con los demás bancos, dado que uno de los empleados de la jardinería del Ayuntamiento, a falta de pintura verde, me pintó de blanco, y ocupo el lugar de otro banco que fue destruido bárbaramente por un grupo de mozalbetes embriagados de litronas de cerveza, y que después de que vomitaran en su asiento lo hundieron con una soberbia piedra, que nadie pensó pudiera ser utilizada para dicho fin.

Tan sólo llevo un mes en este parque y ya conozco a los que asiduamente me frecuentan. Sobre las diez de la mañana, se acerca el señor Andrés, un funcionario jubilado para leer la prensa matutina.

Sobre las doce del mediodía llega Edelmiro, el cual tuvo un trágico accidente de tráfico y perdió una pierna, que se la repusieron con otra ortopédica. Todos los días que el tiempo atmosférico lo permite, se pasea caminando renqueante hasta el parque apoyándose con una muleta y se sienta sobre mí hasta la hora de comer. Muchas veces sueña en voz alta, con sus años dorados de juventud, cuando era la estrella de su equipo de fútbol, y se recrea recordando los goles que marcó con su pierna derecha (ahora postiza) para la gloria de su modesto club.

A las cuatro de la tarde se acerca Ana, con su bebé de dos años. Ana, es una madre soltera de tan sólo diecinueve años, que tuvo la desgracia de ser una flor tempranera, y que por su singular belleza fue guillotinada por su corola a manos de un desaprensivo, dado que:

“La belleza es una rosa

que florece en un rosal,
donde la flor más preciosa
es la primera en cortar. 

A las siete de la tarde, ya octogenaria, viene la señora Leonor, con dos nietos gemelos de su hija menor, que tiene  a su marido tetrapléjico tras haber caído de un andamio, mientras pintaba la fachada de uno de esos bloques de pisos de la capital. Aunque la pobre señora ya no está para muchos trotes, saca fuerzas de flaqueza para intentar aliviar parte de la tragedia que se abate sobre uno de sus retoños.

A las nueve de la noche, llegan José y Raquel: una pareja de novios, los cuales aparentan estar muy enamorados y desfogan su apasionamiento hasta la hora de cenar. Un día temblé cuando José sacó su curvo acero y me raspó la piel con su incisiva punta, grabando un corazón con sus dos nombres dentro atravesados por una flecha, intentando quizá perpetuar su amor, quedando dicha inscripción para la posteridad, cosa que la vida me ha enseñado que en ella nada queda perpetuamente igual.

Yo agradezco la compañía de estos visitantes; pero también los hay y cada vez más que me horrorizan. Cuando la noche ya está completamente cerrada e inflamada por las penumbras, quizá influidos por el magnetismo etéreo de la conjunción astral entre Triana y Trinitaria, llegan Pili, nacho, Choan, Guille y Chema, a inyectarse dosis de heroína. Me entristecen, dado que, siendo tan jóvenes, y sin haber tan apenas disfrutado del dulzor de la vida, estos ya están buscando la manera de autodestruirse.

Quizá ellos también sean víctimas sin saberlo de la sociedad y de la época que desdichadamente les ha tocado en suerte vivir, donde se practica con frecuencia la ley de la selva, y sólo encuentran esa ilógica manera de luchar envueltos en ribetes de rebeldía.
 
 
Soy el espíritu del alma que nunca muere

y denuncio y explico el mal que viere.

Mas si la Tierra aspira el gas ciclón

No sólo morirá el alma, sino el amor.

* * *

 

 

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