AGONIAS DE UN ROBLE CENTENARIO
Aún
recuerdo cuando me desprendí de mi padre, el viejo roble, cayendo inerte en el
suelo húmedo, hace de esto ciento cincuenta años. Tuve la suerte de ser un
fruto no devorado por los distintos animales que de bellotas se sustentan, de
tal modo que acompañado por los favorables designios de las estaciones pude
germinar y brotar con fuerza una lluviosa primavera.
Crecí a la sombra
de mi progenitor, que a los diez años de mi existencia fue talado, quizá para
elaborar con su noble y robusto tronco, diversos objetos de ebanistería y con
sus rugosas ramas, cortadas a violentos golpes de hacha, con la seguridad de
que sirviesen para alimentar la lumbre que los lugareños y campesinos
practican bien en el hogar de sus
viviendas o en los caseríos, en sus guisos o como fuente de calor en el gélido
invierno.
Ese tipo de muerte es la que todo buen árbol
que así se precie aspira. Yo ese tipo de muerte es la que esperaba recibir,
después de que me dejasen vivir al menos un tercio de lo que puede suponer mi
longeva vida, y que después fuese tratada mi madera dura y noble,
noblemente, convirtiendo todas las fibras de
mi tronco en armarios, sillas, mesas, etc. para disfrute y gozo del
hombre (el ser creado por Dios a su imagen y semejanza) con el objeto de hacer
su vida más llevadera y confortable.
Mas no fue así,
dado que después de ciento cincuenta años sufriendo las embestidas rigurosas
del clima e incluso sintiendo estremecer la tierra por los zumbidos atronadores
de las bombas, los silbidos penetrantes de las balas y los gritos desgarrados
de los heridos, caídos en el fragor de los combates, el año pasado caí abatido,
no por los crudos golpes del hacha, ni por las segadoras motosierras, sino
ante el diluvio de fuego que originó Juan González con diez litros de gasolina.
Lo vi llegar con
pasos vacilantes, sus botas de militar producían chasquidos en las ramas secas
del suelo, pues de muchas de ellas había tenido que desprenderme, debido a la
pertinaz sequía que nos azota en esta última década. Aquel día, hacía un calor
sofocante, de mi subsuelo ya había agotado todos los frescos veneros, que en
otros tiempos eran tan frecuentes, de tal forma que podía absorberlos con mis
poderosas raíces.
Se plantó ante mí,
miró mi copa todavía ancha y favorecida y le oí exclamar las siguientes frases:
“Tú, árbol, no tienes la culpa, perdóname, mis iras en realidad no son contra
ti, que das confortable sombra cuando los
rigurosos rayos veraniegos del sol fustigan con intensidad; eres
parapeto contra los fuertes vientos invernales y das cobijo a infinidad de aves
cantoras y silbadoras, las cuales sé que van a quedar sin hogar. Mi colérica
ira es contra la sociedad que me rodea, aquella que por tener un puesto de
trabajo y cierta posición social, hacen oídos sordos ante las quejas de los que
no tenemos nada, y en esa infinita nada nos ahogamos diariamente. Mientras
ellos disfrutan de una vida placentera y todos los fines de semana y vacaciones
se aprovechan de la naturaleza, ella, que generosa, no hace distinciones
sociales, acogiendo en su seno a todos los seres, aunque vivan opíparamente intentando crearse su
propio mundo, un mudo que es ajeno a la realidad de mi mundo. Por eso, una
forma de vengarme de ellos, es destruyendo sus lugares de esparcimiento, recreo
y gozo. Sé que de esta manera sufrirán, no más de lo que yo sufriré; pero
seremos todos y no siempre los mismos.”
Juan González, se
metió la mano en una de sus faltriqueras y sacó una mecha que tendría unos
cinco metros de larga y después de unirla a una de las garrafas de cinco litros
de gasolina le prendió fuego con un mechero que hasta incluso se le resistió a
ofrecer su trémula llama, para después salir corriendo con la otra garrafa de cinco litros de gasolina y perderse entre los
abrojos y la espesura del bosque.
Pedí auxilio, y algunos reyezuelos y
verderones volaron en derredor ante los primeros flujos de humo de la mecha
retardada.
Los nítidos colores
del bosque cambiaron hasta hacerse borrosos e imprecisos, y al instante, un
brillo sorprendente e intensísimo dio a los árboles un aspecto de imágenes
espectrales y diabólicas que me hizo temblar. Pupilas demoníacas, de una viveza
feroz y fantasmal, se clavaron en mí desde cien lugares diferentes y
resplandecían con el cárdeno fulgor del fuego que mi imaginación quería y no
podía considerar irreal.
En el momento que
inhalaba el espeso humo, hería mi olfato por su vaho cual hierro enrojecido.
Las llamas
sofocantes se extendían por mi tronco y un resplandor más profundo a cada
instante se reflejaba en mis ojos, que expiaban mi agonía. Un rojo cada vez más
carmesí se difundía por mis ramas como un géiser electrizante de sangre.
Exhausto jadeaba,
respiraba con dificultad. ¡No podía ser que existiese un horror mayor! No había
duda sobre los designios de mi verdugo, el más inexorable, el más demoníaco de
todos los hombres. Lloraba por la abrasadora destrucción a que estaba siendo
sometido, junto a otros árboles circunstantes que habían logrado brotar por mis
postrimerías.
No obstante,
durante un segundo de desvarío, mi espíritu rehusaba admitir el significado de
la magna desdicha que veía y sentía. Al fin aquello se impuso, abriendo el
camino a mi alma, grabándose el fuego en mi corazón estremecido. No me quedó
voz para gritar ¡qué horror! Cualquier horror menos este. El calor aumentaba
rápidamente y una vez más levanté los ojos al cielo suplicando; su espejo azul
turquesa había tornado a un gris plomizo.
Me esforzaba en
vano por comprender la razón de lo que estaba ocurriendo en entorno de mí, pero no hubo tiempo para la
duda. La venganza de mi inquisidor era horrenda y él, el rey de los horrores.
Las llamas
oprimieron definitivamente mi copa, que tornó en ascuas enrojecidas. Por
último, mi chamuscado y encogido tronco, quedó aprisionado tras oír un fuerte resonar de numerosas trompetas,
quizá apocalípticas, ante las cuales, mis dolores se eclipsaron y encontré la
eterna paz.
En mi dilatada
existencia, nunca antes había pasado dos horas más largas y más amargas;
solamente se podrían igualar a aquellas horas trágicas cuando presencié la
encarnizada batalla entre carlistas y
liberales en Montejurra (1873) de la que aún resuenan en mis tímpanos los
quejidos de dolor de los heridos (Esta guerra tuvo su origen en el pleito
sucesorio que se planteó al morir Fernando VII y que enfrentó a los partidarios
de su hija Isabel, a los del príncipe Carlos, aunque en realidad las
causas más hondas eran en el plano político, la pugna entre dos ideologías
completamente opuestas: la de los defensores a ultranza del Antiguo Régimen,
llamados apostólicos, y los que propugnaban una transformación liberal).
Esos mismos
quejidos yo expresaba, pero nadie me oía; parecía que ese día el mundo entero
estuviese echándose la siesta. Hasta los aviones que surcan el espacio, ese
preciso día se retrasaron (después me enteré de que estaban en huelga los
controladores de las líneas aéreas).
Cuando el fuego empezó a devorarme las entrañas, Juan
González, estaba dejándose ver en el pueblo vecino, e incluso incitó a algunos
jubilados a echar unas partidas de mus. Hasta que el humo no formó una columna
trémula de varios kilómetros de altura, no descubrieron los aldeanos la
magnitud de la tragedia que en el bosque se estaba produciendo. Cuando al final
llamaron a los equipos de rescate y al parque de bomberos, aquel infierno
apocalíptico había arrasado ya quinientas hectáreas, y hasta que fue completamente extinguido con la ayuda de los
modernos hidroaviones, unas tres mil hectáreas quedaron completamente
calcinadas. Paradójicamente, Juan González, ayudó a dicha extinción, que él
mismo había provocado en distintos
puntos del bosque. Lo vi cómo me echaba una prolongada mirada de arriba
a abajo, al tiempo que le brotaban dos hilillos de ardientes lágrimas de sus
ojos pardos y rasgados. Iba tiznado a la vez que sudoroso, y en cierta manera
le encontré un gesto de inequívoco arrepentimiento, aunque el daño
irremediablemente ya estuviese causado.
Los árboles y la
tierra eran espectrales, silenciosos,
muertos, al no agitarlos el menor soplo de brisa. El viento de la tarde había
caído, sólo soplaba una ligera brisa, semejante a mi último suspiro. Las
sombras eran negras y sin el menor matiz, y los lugares calcinados,
desprovistos de su fresco verdor percibían los secretos movimientos de los
conejos y los ratones campestres,
desgarrados estos por el dolor y el calor. Las zorras, casi invisibles,
se deslizaban husmeando con sus agudos hocicos en busca de cena de sangre
caliente, mientras una lechuza tiznada, con un tenebroso temor agitaba sus alas
impregnadas de nostalgia.
Muchos fueron los
árboles calcinados y muchos los animales que murieron, bien como consecuencia
de las llamas o del tóxico humo. Algunas serrerías y fábricas de elaborar
papel, se interesaron rápidamente por los resquicios de nuestra madera, dado
que la compraron a bajo precio o más bien a precio de saldo.
Y aquí estoy ahora,
convertido en un banco de un parque modesto, de un pueblo pequeño, incluso
desentonando con los demás bancos, dado que uno de los empleados de la
jardinería del Ayuntamiento, a falta de pintura verde, me pintó de blanco, y
ocupo el lugar de otro banco que fue destruido bárbaramente por un grupo de
mozalbetes embriagados de litronas de cerveza, y que después de que vomitaran
en su asiento lo hundieron con una soberbia piedra, que nadie pensó pudiera ser
utilizada para dicho fin.
Tan sólo llevo un
mes en este parque y ya conozco a los que asiduamente me frecuentan. Sobre las
diez de la mañana, se acerca el señor Andrés, un funcionario jubilado para leer
la prensa matutina.
Sobre las doce del
mediodía llega Edelmiro, el cual tuvo un trágico accidente de tráfico y perdió
una pierna, que se la repusieron con otra ortopédica. Todos los días que el
tiempo atmosférico lo permite, se pasea caminando renqueante hasta el parque
apoyándose con una muleta y se sienta sobre mí hasta la hora de comer. Muchas
veces sueña en voz alta, con sus años dorados de juventud, cuando era la
estrella de su equipo de fútbol, y se recrea recordando los goles que marcó con
su pierna derecha (ahora postiza) para la gloria de su modesto club.
A las cuatro de la
tarde se acerca Ana, con su bebé de dos años. Ana, es una madre soltera de tan
sólo diecinueve años, que tuvo la desgracia de ser una flor tempranera, y que
por su singular belleza fue guillotinada por su corola a manos de un
desaprensivo, dado que:
“La belleza es una rosa
que florece en un rosal,
donde la flor más preciosa
es la primera en cortar.
A
las siete de la tarde, ya octogenaria, viene la señora Leonor, con dos nietos
gemelos de su hija menor, que tiene a su
marido tetrapléjico tras haber caído de un andamio, mientras pintaba la fachada
de uno de esos bloques de pisos de la capital. Aunque la pobre señora ya no
está para muchos trotes, saca fuerzas de flaqueza para intentar aliviar parte
de la tragedia que se abate sobre uno de sus retoños.
A las nueve de la
noche, llegan José y Raquel: una pareja de novios, los cuales aparentan estar
muy enamorados y desfogan su apasionamiento hasta la hora de cenar. Un día
temblé cuando José sacó su curvo acero y me raspó la piel con su incisiva
punta, grabando un corazón con sus dos nombres dentro atravesados por una
flecha, intentando quizá perpetuar su amor, quedando dicha inscripción para la
posteridad, cosa que la vida me ha enseñado que en ella nada queda
perpetuamente igual.
Yo agradezco la
compañía de estos visitantes; pero también los hay y cada vez más que me
horrorizan. Cuando la noche ya está completamente cerrada e inflamada por las
penumbras, quizá influidos por el magnetismo etéreo de la conjunción astral
entre Triana y Trinitaria, llegan Pili, nacho, Choan, Guille y Chema, a
inyectarse dosis de heroína. Me entristecen, dado que, siendo tan jóvenes, y
sin haber tan apenas disfrutado del dulzor de la vida, estos ya están buscando
la manera de autodestruirse.
Quizá ellos también
sean víctimas sin saberlo de la sociedad y de la época que desdichadamente les
ha tocado en suerte vivir, donde se practica con frecuencia la ley de la selva,
y sólo encuentran esa ilógica manera de luchar envueltos en ribetes de
rebeldía.
Soy el espíritu del alma que nunca muere
y denuncio y
explico el mal que viere.
Mas si la Tierra
aspira el gas ciclón
No sólo morirá el
alma, sino el amor.
* * *
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