El
testamento
“Cuento”
Erase una vez un hombre, curtido por
los avatares de la vida e inmerso en los negocios mercantiles; Era un
emprendedor nato, con una visión para los negocios fuera de lo común.
Creó con sus empresas un imperio, con
los cabos bien atados. Ya cuarentón, se enamoró perdidamente de una viuda, diez
años mayor que él, la cual tenía tres hijos varones de edad adolescente. Se
casó con ella y amasó la fortuna que ésta le había dejado como patrimonio su
difunto marido; expansionando todavía más su ya amplio imperio.
Cuando los hijos llegaron a ser
adultos, el padre les dio unos cargos de responsabilidad, tal es así, que los
nombró directores generales en tres de sus más prestigiosas y florecientes empresas, en el resto siguió
ejerciendo el mismo dicha función.
Con edad avanzada falleció su esposa,
lo que le causó un gran dolor, tanto echó de menos su ausencia que le fue
insoportable y enfermó gravemente. Los hijos, ante el temor de que su padre
muriese sin testar, se juntaron y decidieron ir a hablar con su padre para que
éste, les pusiera todas las empresas a sus nombres, e hiciera testamento en
vida, para que no hubiese problemas con su patrimonio y su reparto el día de su
última hora.
_Veo lógica vuestra preocupación - les dijo. Ya estoy en
una edad, que es para cualquier cosa. Dadme unos días para meditar el tema.
Los tres hijos marcharon muy contentos
y el padre se contagió de dicha felicidad, tal es así, que incluso tuvo una
ligera mejoría de sus muchos achaques, aunque yacía con ellos en su habitual habitación.
Como custodiando su palacete, se
erguían regios dos espigados cipreses a ambos lados del portalón de la verja de
entrada a su propiedad; y el anciano, observó que en aquella época primaveral,
anidaba una pareja de jilgueros, los cuales veía detenidamente a través de la
ventana.
Una vez que eclosionaron los huevos,
dicha pareja se afanaba en la cría de sus polluelos y durante todo el día, era
un trasiego de ir y venir con la suculenta comida. Se preguntaba qué pasaría si los padres cayesen
enfermos en esa época crítica de su
desarrollo. ¿Quién acabaría de criar a sus hijos? ¿Se las sabrían arreglar
ellos solos sin el amparo de sus padres? Y si estos una vez criados y fuertes,
¿volverían al nido para atender las necesidades de sus padres si se diera el
caso de que su salud quebrara? Esos
pensamientos turbaban su cabeza.
Un día, llamó al mayordomo y cuando
este estuvo en su presencia le dijo: te voy a mandar un recado,-bien, dígame,
contestó voluntarioso,- Vas a ir a la pajarería
y vas a comprar una jaula para pájaros.
El hombre se asombró por semejante
encargo, sabedor que nunca antes había
habido pájaros en aquella mansión. Por ello le preguntó: ¿Compro también algún
pájaro señor?
No, simplemente limítate a comprar la
jaula. La quiero vacía. El mayordomo, cabeceando marchó presto, y al rato volvió con la jaula.
Dónde la coloco señor, preguntó intrigado.
Ahora vas a hacer lo siguiente: te
coges una escalera alta y en el ciprés de la izquierda, verás un nido de
jilgueros, coge el nido con los polluelos,
mételos dentro de la jaula y cuélgala
de una rama aparente para que sean bien vistos desde el lugar donde me
encuentro.
El mayordomo cumplió los deseos del
señor. Y así, pudo día tras día, observar como los padres a través de las rejas
daban con su pico la comida a sus hijos. Por las noches dormían cerca de ellos
y a veces incluso empleaban el techo de la jaula como apoyadero. Al cavo de
unos días, los polluelos ya cubiertos con sus plumas aleteaban vigorosos. Y
aquella misma noche, llamó al mayordomo con la campanilla y este acudió
rápidamente pensando que quizá hubiese tenido alguna recaída.
-¿Se encuentra usted bien señor?
-Perfectamente.
-Pues usted dirá.
-Coge la linterna, sube al ciprés donde se halla el nido de jilgueros,
procurando no caerte. Deslumbra a los padres, cógelos y enciérralos con sus hijos.
-Como usted diga señor.
El mayordomo consiguió su propósito y acudió
hasta la habitación del señor para comunicar su éxito.
-¿Alguna cosa más señor?
-Nada más por hoy. Que descanses.
-Igualmente señor.
Al día siguiente, el sol salió
radiante. La cúpula del cielo estaba impregnada
de azul, y una leve brisa del sur, traía aromas de pinos y rosas. El señor
agitó la campanilla y al poco acudió el mayordomo portando en bandeja de plata
el desayuno, que colocó encima de la mesita que se encontraba al lado de la
ventana, donde el señor acostumbraba a desayunar desde su convalecencia.
No te llamaba para que me trajeses el
desayuno, sino para mandarte a que subas
nuevamente hasta la jaula y liberes a los hijos, dejando encerrados en ella a
los padres.
-¿A los padres señor?- preguntó
extrañado, quizá intuyendo lo que iba a
pasar.
Así es. Hazlo por favor.
-Como usted mande.
Subió el mayordomo a la escalera e
hizo lo que se le encomendó.
El señor, con la mirada fija puesta en
la jaula, pasó gran parte de la mañana, sin probar el desayuno. Se puso triste,
porque ya hacía varias horas que los jilgueros hijos, habían volado de la jaula
y hasta la presente, ninguna de ellos había acudido para interesarse por el
estado de sus progenitores o a darles de comer. El ritual duró varios días, sin
que ninguno de los hijos apareciera ni por asomo, al lugar donde los padres
habían quedado prisioneros. Estos, acabaron muriéndose por inanición y quién
sabe si también de desconsuelo.
Mientras, los hijos del señor llevaban
una vida alborotada, las juergas, las comilonas con los amigos, el vicio del
juego, las apuestas a las carreras de caballos y de galgos, los romances con
sus queridas, y otras voluptuosidades, empezaron hacer mella en sus negocios y el dinero empezó
a escasear.
A falta de la codiciada divisa, se reunieron
los tres hermanos, y acordaron en ir a
visitar a su padre enfermo, para rogar a éste, que les dieran en vida lo
que forzosamente tendrían que percibir
con la llegada de su muerte.
Una vez ante la presencia de su padre,
comunicaron su propósito, que no era otro que el despojar a su padre de sus
bienes, lógicamente en labor de ellos tres.
El señor, llamó al mayordomo y le
mandó ir a casa del notario para hacer testamento. Una vez que estuvo en su
presencia, le expresó su intención testamentaria. Dado a su carácter bonachón,
casi hizo que este le jugara una mala pasada de acceder por completo a las exigencias
de sus hijos. Sin embargo, se acordó de la experiencia reciente de los
jilgueros y testamentó de la siguiente forma: “Todos mis bienes, pasarán a
formar parte integral de mis tres hijo
en el momento de mi fallecimiento. Mientras tanto, todo seguirá bajo mi mando y
custodia, incluso las tres empresas que mis hijos han estado a punto de echar a
pique”
-¿A qué es debido ese cambio de
actitud papá? –pregunto el hijo mayor.
A lo que el padre añadió a modo de resumen y en verso.
Con una familia de jilgueros
Hice una cruel experiencia,
Enjaulé a los polluelos,
Y a pesar de esa inclemencia
Sus padres les atendieron.
Más cuando estaban volanderos
A sus padres encerré,
Dejándolos a ellos sueltos;
Ninguno llegó a volver
Y de hambre y pena murieron.
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